Lectura ensangrentada

El boicot a la lectura
orquestada en sociedad
derrama ensangrentada
a la poderosa literatura.
Se ofrece con vigor
un cristal para observar
la irrealidad televisiva
al aventurado lector
declarando en su misiva
su atención ha de captar.

Mire aquí, vea allá
¿Esto es nuevo?
¿Qué pasará?

La neurosis se acrecienta
el espectador se impacienta.
Lo quiero todo
and i want it now.

Lee, que si sólo fuera eso
sería insigne problema
pero el fuego a veces quema
si se queda con tu seso.

Aunque todo se avejenta
no replicaré a su afrenta
la lectura está clavada
como hacha bien afilada.

La tensión que se prolonga
en la imagen diva oblonga
me ha de dejar sosegado
tras haberte lejos besado
bella joven de recta figura.
Brindo hoy por tu hermosura
mañana, por tu linda locura,
pasado, por la firme literatura
que de moda no ha pasado
y al vivir te ha despertado.

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Desdibujándose

El llanto del niño reaparece
sonoro timbrazo de su voz
sombra de muerte que se mece
paciente espera con su hoz.

Se amolda a torrente tradición
el paso del tiempo es tan veloz
costumbre del hambre tan feroz
que arrasa, maldición, la población.

En fotos y en espejos su sonrisa
desdibuja su pena y su dolor
búsqueda frenética a toda prisa
de roces, de besos, de calor.

A cada instante hay movimiento
programan su respuesta para dar
al fin la libertad es monumento
proclama que es libre al malgastar.

En éxtasis deliran sus sentidos
el hombre nunca olvidó reír
ceden, poco a poco, sus latidos
aprende el perro a sonreír.

Sin rigor

En el puesto de revistas Alberto miraba las tapas. Hacía tiempo que no leía siquiera los títulos, pero le gustaba disfrutar de esa vista gratuita que le obsequiaban. También miraba tapas de libros, de cidis, posters y otras publicaciones. Rara vez compraba algo, aunque siempre saludaba con cortesía a quien estuviera en ese momento atendiendo el puesto.

Mientras tanto, en el café donde se iba a reunir con Roberto y Rigoberto, el mozo les había dejado las tazas, las medialunas y se marchaba cojeando con su pierna izquierda. Antes, al verlo llegar, Rigoberto le hizo una seña con la mirada a Roberto mostrando desconfianza, por aquella intuición de perro que lo caracterizaba de un modo casi casi como un canino feroz de colmillos afilados. Luego, cuando aquél se retiró, se serenó.

-Sí, todos sabemos que lo de los dinosaurios fue una pantomima.
-¿Qué pruebas tenés? –inquirió Roberto con intriga.
-Ninguna. Mi teoría es que querían, por un lado, probar la credulidad de la gente, y por el otro, tirar abajo la tiranía de la iglesia católica. –sugirió Rigoberto.
-El Vaticano admitió la existencia del triceratops antes de la aparición del primer Dios, aquél de Eva, que nunca quedó en claro si fue el mismo que se le apareció a Saulo de Tarso. –aclaró Roberto oscureciendo la discusión.
-No, ese fue Jesús. Pero volviendo al tema, admitir un fraude tan gigantesco, no por lo deleznable sino por la magnitud, sería como reconocer que hemos sido un colectivo de imbéciles, y quién estaría dispuesto a hacerlo luego del orgullo al que hemos trepado… Además, hay tantos museos y parques y libros y películas y todo un mercado detrás que…
-Los velocirraptores podrían ser gacelas primitivas, me queda esa duda. –Dijo Roberto.

Rigoberto se sacudió el bigote, sobre el que tenía restos de migas de medialuna. Bebió un sorbo de café mientras miraba por la ventana pasar a un hombre menudo, con una cabeza superlativa que superaba, en ancho, el de sus hombros.
-Fabio Zerpa tiene razón. –señaló.
-¡Qué? ¡Los marcianos están entre nosotros? –preguntó sobresaltado Roberto tirando involuntariamente el gorro que había dejado sobre la mesa.
-No, en lo otro.
-Nunca lo escuché, sólo a Calamaro cantándole.
-Él decía que el show debe continuar. –Agregó Rigoberto.
-Ése era Mércury. Lo decía en inglés, pero lo decía al fin.
-Sí, tenés razón. Che, Alberto ¿a qué hora dijo que venía?
-A las siete. –indicó Roberto.

Ambos miraron hacia la puerta vaivén que se abría emergiendo detrás la figura desgarbada de Alberto, caminando en dirección a la mesa donde ellos estaban desde hacía unos minutos.
-¿Qué hacen?
-Pintamos escarolas. –respondió Rigoberto.

Alberto sonrió y dejando la campera sobre el respaldo de la silla se sentó en ésta.
-Admitiendo que hayamos aceptado una patraña como ésa, cualquier otro fraude se distingue de la opinión pública. –dijo Rigoberto.
-¿De qué hablan? ¿Las elecciones? –preguntó Alberto mientras le hacía señas a un mozo. Luego pidió un cortado.
-Pterodáctilos. –dijo Rigoberto frunciendo el ceño.
-Teros comiendo dátiles, lindo título para un cuadro. –Señaló Roberto con una sonrisa que dejaba ver el contorno de su dentadura.
-Una vez vi uno en un museo. Era como un cóndor, pero obsoleto en su diseño natural. –indicó Alberto tras encender un cigarrillo.
-Es que no hay tiempo para volver a la fuente con el vértigo de la información, y aquella, al pasar y ser aceptada, es ridículo intentar removerla.
-Son los cimientos de una civilización. –añadió Alberto- El motor de otra.
-Las alas de otra. –agregó Roberto- La propulsión a chorro de otra.
-Las nubes, los relámpagos y las estrellas de otra. –sumó Rigoberto su parte a la conversación.
-¡El vendaval, el huracán, el tornado, el ciclón…!
-Bueno Alberto, te fuiste por las ramas.-lo interrumpió Rigoberto.
-El bosque que no deja ver el árbol. –siguió Alberto envalentonado.
-El óleo de las piedras. –indicó Rigoberto.
-La musa de los dioses eunucos. –proseguía Alberto mirando una araña sobre el mantel.
-El monte que opaca un eclipse lunar. –agregó Roberto.

Alberto pitaba corto y perdía su mirada sobre el mantel. Rigoberto volvió a observar tras el ventanal pasar al hombre menudo de cabeza ancha y se levantó a perseguirlo.
-¿Dónde vas?
-Al fondo de la cuestión. –disparó Rigoberto.

Los otros dos quisieron interceptarlo tomándolo de un brazo cada uno, pero aquél se deshizo de ellos en un movimiento pendular y corrió hacia la vereda. El hombre de cabeza ancha se había quedado en la senda peatonal esperando que el semáforo le dé el paso y Rigoberto le dio alcance. Ambos lo veían gesticular, serio, de frente al ventanal del café, por encima de la cabeza superlativa de aquél hombre menudo. Luego, Rigoberto bajó la mirada y el hombre de cabeza ancha cruzó la calle apresurado. Rigoberto regresó al café, cabizbajo, ante la atenta mirada persuasiva de los otros, que lo vieron abrir con un último resto de fuerzas la puerta vaivén y volver a tomar asiento entre ellos.

-¿Y? ¿Qué pasó? –le preguntaron los dos al unísono.
-No es.