Apariciones

Ya estaba amaneciendo pero Arturo no se había enterado del suceso. Caminaba por un sendero rodeado de cipreses cuando en el medio del camino observó una ardilla corriendo. La siguió con la mirada hasta verla trepar a uno de los árboles. En la copa había una comadreja agazapada. Se inclinó para recoger una piña y cuando la tuvo en una mano descubrió que no era una piña, sino que era un grifo. Lo abrió y de allí empezó a correr un pequeño reguero. Se enjuagó el rostro, sentía calor. La sombra que daban los árboles no le permitió ver la luz. Sin embargo, vio con claridad cuando la ardilla se le vino encima. Arturo la pudo esquivar y el animal corrió hasta otro ciprés, donde trepó con agilidad. Un mosquito rondaba su cabeza. Arturo observó que un yaguareté se asomó entre los árboles a cierta distancia. Empezó a sudar. Se ocultó tras un ciprés y el mosquito parecía seguirlo. El yaguareté se desplazaba armoniosamente por el bosque en dirección a Arturo. Éste espiando bajo la copa del árbol notó que el felino se había dado cuenta de su presencia y empezó a correr en dirección contraria. El yaguareté lo persiguió y cuando estaba a pocos metros Arturo tropezó con una rama y cayó de cara al suelo. Se dio vuelta y observó al animal de frente, a tres metros, rugir. En ese momento de terror, el mosquito lo picó en el rostro y Arturo despertó.
Se dio una ducha y cuando se estaba secando observó el reflejo de su rostro en el espejo y tenía allí la marca de la picadura del insecto. Menos mal que sólo fue un mosquito, pensó Arturo, ese tigre me iba a devorar. Se preparó un café y recogió el periódico que le habían dejado junto a la puerta. Mientras revolvía con la cuchara en la taza, de la misma emergió una figura extraordinaria, aunque diminuta. Tenía un torso musculoso y rostro de león. Sobre la espalda, dos enormes alas de cóndor y sus pies eran filosas garras de águila. Arturo lo contempló. Alucino otra vez, dijo Arturo. Tomó la figura con su mano y la alzó para observarla mejor. La colocó en su hombro izquierdo y bebió un sorbo de café. De repente, oyó una voz.
-Arturo, sorete duro.

Miró en todas direcciones buscando la procedencia de aquella voz. Caminó hasta la habitación y comprobó que estaba vacía. De nuevo, una voz lejana se hizo escuchar.
-Arturo, sorete duro.

Observó por la ventana ingresar la claridad de la luz del día. Cuando iba a dar otro sorbo al café, se detuvo a ver la aparición de otra magnífica silueta en la taza. Ésta tenía la corpulencia de un oso, el rabo de un tigre, sus manos eran garras de buitre y el rostro de un hombre calvo y huesudo. La colocó en su hombro derecho y terminó de beber el café. Cuando se estaba cepillando los dientes el hombrecillo con cuerpo de oso le habló.
-Arturo, llévame a conocer a Nancy.
-Ahora está trabajando, no podemos ir.
-¿Qué te parece si vamos al zoológico entonces?
-De acuerdo. –dijo Arturo con la boca llena de pasta dental.

Caminó hasta la parada de colectivos y esperó el 48. Una mujer a su lado observaba con atención las figuras sobre Arturo.
-Lindas mascotas. –Le dijo- ¿Qué son?
-Ardillas. –dijo Arturo.
-Nunca tuve de esas. ¿Muerden?
-No, pero pican.

Llegó el colectivo y ambos lo abordaron. El chofer llevaba un sombrero vistoso del que sobresalía una especie de árbol navideño con un juego de luces titilando adornado con unas cuantas estrellas y bolitas brillantes. Arturo se sentó en un asiento de la fila de asientos dobles, del lado de la ventanilla, quedando el asiento contiguo libre. Delante de él, una pareja compuesta por una joven de pelo corto rubio, de bello rostro, y un muchacho de pelo largo negro, de rostro infame. Ella le decía que sabía que lo de una tal María con él era cierto, pero él negaba descaradamente. Ella le decía que tenía testigos, pero él los desprestigiaba aduciendo que eran gente de baja reputación y de poca credibilidad. Al lado de Arturo se sentó un testigo de Jehová que le empezó a conversar de las normas que regían el universo, según su fe. El muchacho le habló de un destino de gloria si Arturo cooperaba con los designios que él profesaba. Arturo accedió, más que nada para no contrariar al joven, y se ganó su lugar en el paraíso. Contento, se bajó cuando estaba próximo al zoológico y se dirigió en principio a la jaula de los leones. El macho y la hembra dormían apaciblemente allá abajo. Dos cachorros se mordían jugueteando. El hombrecillo en su hombro derecho miró con curiosidad.
-Tienen hambre.-dijo luego.
-Seguramente.
-No tienen espacio para correr libremente.

El leoncillo en su hombro izquierdo lanzó un formidable rugido que estremeció a Arturo. El león en lo bajo despertó de su siesta y correspondió el rugido. Luego intercambiaron rugidos uno y otro, desafiándose mutuamente. Arturo caminó hasta la jaula de las aves, donde un precioso pavo real extendió su llamativa cola cuando lo vio llegar. Las aves parecían contentas y volaban de una rama a otra, e incluso algunas cantaban. Otras comían y bebían sin medida. El leoncillo voló y se coló a la jaula por una pequeña abertura. Algunas aves se espantaron al verlo tan cerca y otras, en cambio, se acercaron y volaron con él. Después de un rato, el leoncillo emprendió el regreso al hombro izquierdo de Arturo. Luego se dirigió a la jaula de los monos y allí observó un chimpancé que le quitaba piojos a otro y se los comía. Arturo observó atentamente el movimiento de los primates.
-Ser o no ser. –Dijo el hombrecillo en su hombro- Es, al parecer, cómo de la nada ha llegado todo a ser, un misterio inextricable.
-Así es. –Dijo Arturo- Un misterio. –Repitió- Como tú.
-Vayamos a ver las jirafas. –sugirió el hombrecillo.

Caminó hasta el sector donde se encontraban las jirafas. Sólo había dos que comían las hojas de unos árboles. El leoncillo rugió y las jirafas miraban para ver de dónde provenía aquél rugido. Lo observaron a Arturo y luego continuaron devorando las hojas. Arturo ya estaba bastante aburrido del espectáculo cuando el hombrecillo le habló.
-Cuántas maravillas que ofrece la diversidad. –dijo.
-¿Cuántas?
-Muchas. Infinidades. No se sacia el ojo de ver.
-Creo que por hoy he visto suficiente. Volvamos.
-Quiero ver un oso. –argumentó el hombrecillo.
-No hay osos en este zoo. –explicó Arturo.
-¿Qué tal uno en la televisión? Podrías alquilar una película de osos.
-De acuerdo. –dijo Arturo.

Emprendieron el regreso en colectivo y una mujer señalando a Arturo, le dijo a su hijo que observara los títeres. El niño quedó fascinado. Se bajaron en la esquina de un videoclub. Arturo alquiló dos películas de osos. Una de animaciones, la otra de caza. El hombrecillo estaba entusiasmado. Cuando llegaron a la vivienda, Arturo puso a reproducir una película y las dos criaturas se sentaron a observarla. Se trataba de Kung Fu Panda, y ambas la miraban con deleite mientras comían pochoclos que Arturo había comprado en el camino.

Mientras tanto, Arturo estaba leyendo un pequeño libro que trataba superficialmente el tema alucinaciones. En él, se narraban historias de apariciones frecuentes, como santos y mesías, vírgenes y demonios, delante de personas devotas. El mismo no arrojaba luz sobre la conciencia de Arturo, pero se entretuvo bastante leyéndolo. Cuando finalizó, reparó que en el sillón donde habían estado sentadas las criaturas no había rastros de ninguna de ellas. La película había terminado y sobre la imagen se leían los créditos. Arturo se preparó un café y lo revolvió con temor, temor que desapareció gradualmente cuando pudo degustarlo sin ninguna controvertida aparición. Un mosquito rondaba su cabeza. Arturo lo espantó con su mano. En ese momento, de la habitación, emergió un yaguareté.

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