Pinceladas III

 

Estoy en la carnicería esperando que digan en voz alta mi número. Faltan dos. Un hombre recibe un llamado por teléfono y se va a atender afuera. Dicen mi número y pido dos kilos de asado y otros tantos de vacío. Pago con tarjeta, además, la bolsa de leña y algo de pan. Es domingo y ya se ve el humo invadiendo el aire sobre las casas de Punta Alta. No sé si menos que antes. El antes y el después son meras conjeturas. Cuando estoy por arrancar con el fuego llega mi cuñado y me dice que lo hace él, mientras que ya empezó por el vino. Aprovecho para darle unas pinceladas a las rejas que me dan la sensación de que brindan seguridad. Por lo menos si un ladrón se le ocurre saltarlas lo mínimo que espero es que se pinche un huevo. Alguien ya preparó mates y se acerca para ofrecerme uno. Me limpio las manos manchadas con pintura con un poco de aguarrás y lo bebo. El vecino me pregunta si tengo internet; le digo que hoy no conecté ningún dispositivo así que no sé. Vuelve al rato para avisarme que ya tenía conexión, pero andaba lenta. Se escuchan las últimas campanadas tocadas por un monaguillo. Es temprano para el asado, pero tarde para ir a misa. Por suerte la congregación en facebook está abierta las veinticuatro horas. Miro las rejas y considero que el trabajo está cumplido. Me voy a caminar con el perro. Una vecina hace lo mismo y los animales se olfatean entre sí. A mi olfato llega el olor de algún pollo que ya está sobre la parrilla. En un quiosco que atienden desde la ventana adornado con globos multicolores pido un paquete de pastillas. Pago y espero el vuelto que no va a llegar porque parece que el precio era justo el billete que entregué. Está justo, me dice la niña que me atiende, y me voy. En una esquina el asfalto se hundió y un cráneo ocupando funciones públicas pergeñó la idea de poner un cartel que indique que hay un badén. Pobre el burro que pone el lomo. El perro ya está con la lengua afuera y a mí me duelen las piernas por lo que empezamos a emprender la vuelta a casa. Me detiene una compañera de colegio que no recuerdo y me acuerdo del cuento del tío. Los recuerdos parecen darle placer, como si lo que apareciera en la pantalla de la memoria fuera de un tiempo feliz. Sin embargo no, en ese tiempo todo era igual, pero el fin de una historia parecía inexistente y la juventud no tenía preocupaciones a la vista ni problemas por resolver. Nos despedimos con un beso y cada quien retorna a lo que lo atañe. Los perros ladran atrás de las rejas y detrás de los portones de las casas, cuando escuchan pasar al que me acompaña. Pocos autos por la calle circulan sin la prisa de la semana. Hay boletas de partidos políticos en el buzón de una casa abandonada a su suerte esperando la sucesión por los herederos, si es que los tuvo, y enfrente un automóvil de otra época que duró más que lo estimado: un Ford T bordó. Adelante de ese, un Ford Ka del mismo color, que extrañamente no sufrió un boicot mediático por la connotación política. Suena la sirena de los bomberos y varios perros empiezan a aullar. No hay remisses, ni motos que hagan demasiado ruido y casi no se ven colectivos. Pasan algunas lanchas o kayaks, pero todavía no está lloviendo. Llegamos a casa y la mesa está casi lista con diversas ensaladas sobre ella. Está la familia, los niños, el vino, el asado, pero tengo la sensación de que algo falta. Me siento en el sillón y busco un párrafo de Kafka que no publican en internet.

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