Estoy observando una cara en el espejo. Parece un rostro conocido, con un gesto que no habla, pero interpreto por sus arrugas que hoy le pesa la vuelta al trabajo. La doy vuelta y es una seca. Podrá contar con el deceso de alguna madre o de alguna esposa, si es que se toman la molestia de despedirse en un día como hoy, donde toca regresar al trabajo. Pero eso no sucede. Nadie se brinda cuando es necesario sino que lo hacen en momentos inoportunos. Navidades y cumpleaños, o cuando están cerrando el negocio de sus vidas. Qué se le va a hacer, decía un maestro hindú. Pero en Punta Alta no hay maestros y la India es un lugar inhóspito que no visitaría ni vacunado. Hay otra posibilidad que se baraja para extender las vacaciones que como estrategia legal es factible: dar parte de enfermo. El problema es conseguir un médico que me firme que tengo rubiola, zika o mal de chagas. Lo descarto y me termino de afeitar. No queda otra que poner el hombro, bajar la cabeza, ajustar el cinturón, lustrar los zapatos y mirar de frente el problema. Y ahí estoy otra vez en los límites de un espejo empañado por el vapor que expidió la ducha. Prendo la radio para escuchar a alguien que despotrica contra los políticos, los de ayer y los de hoy. El desayuno no está servido. Qué raro. Ahora recuerdo que mi mujer ya no me acompaña, pero qué habrá pasado con mis hijas siempre tan atentas… Bueno, lo más probable es que estén cuidando a sus nietos ahora que lo pienso. Y siguiendo esa línea resulta irrefutable que a esta altura ya no tengo que ir a trabajar. Por un momento me quedé como suspendido en otra época, de menos colores, menos luces, menos palabras. Menos tránsito también. Estoy esperando que el semáforo cambie a verde para poder cruzar. Febo asoma. Un ruido ensordecedor me hace mirar hacia arriba para ver qué sucede en el éter y comprobar que es un helicóptero el que se desplaza por allí. Detrás una bocina se deja oír. Miro el semáforo y sigue en rojo. El chofer del remisse se impacienta porque su próximo pasajero no sale de la casa. Una señora pasa caminando por la senda peatonal con cierto apuro. Observo de reojo el semáforo sobre la calle perpendicular y veo que está en rojo al igual que el que me habilitaría el paso. Es un momento de incertidumbre que un peatón se lo toma con humor. No hay malabaristas a esa hora, ni gente que te ensucie los vidrios, pero justo una paloma sobre el tendido eléctrico se ocupa de ello. Apago la radio, prendo el aire y miro la hora. Ahí me veo cruzar la calle saltando con un portafolios negro y guardapolvos blanco yendo a la escuela alegremente. Los dioses juegan con la imaginación y el hombre se divierte. Enfrente en lo más alto hay una pantalla que transmite anuncios publicitarios. Un motor levanta las persianas del comercio que está debajo. Al lado, hay un muro con algunas pinceladas que simulaban algún tipo de flores de colores y un verso dícese poético, y a mi lado, de un automóvil oscuro, se oye electrónica dícese música. Prendo la radio, apago el aire y oigo la hora. Se me va a enfriar el café. Finalmente, alguien aprieta el botón del verde para darme el paso. Acelero y ya no hay semáforos que me detengan en el tiempo ni espejos que me anticipen cuarenta años ni imaginación que se retrotraiga otros tantos. Bajo del auto y activo la alarma. La voz metálica me dice en qué época estamos. Vibra mi celular en el bolsillo del pantalón. Es un mensaje que me recuerda el vencimiento de la factura telefónica. Escucho un clarín cercano, o es una trompeta, pero no tengo tiempo de mirar. Justo a tiempo, marco tarjeta y sello el fin de las vacaciones.