Séptima

 

Tras caer del balcón de la casa de su novia, Arturo había muerto por sexta vez y según sus cálculos le quedaban de una a tres vidas. Pero una inquietud lo azotó: ¿era todo parte de la misma existencia o vivía diferentes vidas disociadas? Ignoraba si los demás sentían la misma preocupación por conocer la verdad o si les daba lo mismo. Lo cierto era que Arturo yacía sobre el pavimento cuando llegó la ambulancia y lo trasladó al hospital. En el trayecto, una doctora le dijo que estaba vivo de milagro. Él consideraba todo como un milagro, por lo que las palabras de la diplomada poco le decían. De no saber de él, había llegado a observar el mundo, y ese era el milagro primordial que Arturo comprendía. Sin embargo, pensaba en lo rápido que se iba la juventud. La subida a la montaña rusa de la vida era lenta, muy lenta, pero después bajaba tan aceleradamente que no había tiempo de tomar nota de ello. Una vez en el hospital, Arturo recibió asistencia médica y reposó en una de las salas del lugar. A su lado, había un hombre sin rostro. No se puede decir que el hombre era un descarado, pues denostaba su vergüenza al hablar. Simplemente, no tenía rostro ni expresión al hablar. ¿Pero tenía boca? Claro, con todos sus dientes y partes constitutivas que la declaraban como tal. También tenía ojos que le permitían ver a su interlocutor, que en este caso no era otro que Arturo, con quien compartía la habitación, a quien oía a través de dos grandes orejas. Y una nariz larga puntiaguda se asomaba en el frente. Pero todo esto no daba la imagen de una cara, propiamente dicha, sino que eran partes disgregadas sobre un cuerpo en el que ni adivinando se vería un rostro y el hombre carecía así de uno, como el resto de los ciudadanos. No había en él un todo constituyente como para que cualquiera pueda decir: mirá la cara de este tipo. En ese sentido, y sólo en ese, era un tipo diferente. En todos los otros, era uno más.
-¿Qué le pasó a su rostro? –inquirió Arturo, cuestionando no por el hecho de que le haya sucedido algo a él, sino más bien por su ausencia.
-Lo perdí jugando póquer. –respondió el hombre.
-¡A quién se le ocurre apostarlo!
-A mí. –Dijo el hombre secamente- Antes había perdido el auto, la cama y la dignidad. No me quedaba nada más por apostar.
-Son las consecuencias del vicio del juego. ¿Por qué está aquí?
-Apendicitis. ¿A usted qué le pasó?
-Tropecé en un balcón y caí al vacío, que no era tal pues estaba lleno de pavimento y terminé con moretones y varios raspones.
-¡Qué mala pata!
-Dígamelo a mí. Mire cómo tengo el tobillo.
-A usted se lo digo. ¿Hay alguien más acá?
-Era un decir… Oiga, he escuchado que se practican implantes de cara, podría solicitar uno en todo caso para volver a ser como todos.
-También lo he sentido, pero no estoy interesado. Además, mi antiguo rostro ya no lo podré recuperar, seguramente estará muy lejos de aquí, siendo apreciado por vaya usted a saber quiénes.
-Ahora no puedo ir, por la pierna debo permanecer en reposo, pero anóteme la dirección de donde se encuentra su rostro que lo iré a ver en cuanto salga de este maldito hospital.
-Era un decir, joven. ¿Usted no distingue cuando le hablan en serio de cuando no?
-A veces. Ahora no puedo pensar con suficiente claridad como para reparar en la diferencia. –esgrimió Arturo.

Le dolía todo. El efecto de la anestesia se estaba diluyendo y Arturo comenzaba a sentir los embates del dolor causado por la caída. El hombre sin rostro también sentía dolor y gemía y se quejaba de manera alborotada, pues carecía de dignidad. Arturo se aguantaba bastante la molestia. Allí fue que llegó la enfermera de ronda y le preguntó si necesitaban algo. El hombre dijo morfina y Arturo pidió un cigarrillo, pero ambas solicitudes fueron denegadas.
-¡Cómo se pianta la vida! –Dijo el hombre sin rostro- Primero se va la juventud a una velocidad pasmosa. Después se pierde la salud que al menos nos daba cierto margen de error. ¡Y ni hablemos de dinero!
-Así es. –dijo Arturo.
-Uno no piensa en estos problemas cuando es joven y goza de buena salud. Pero deberían advertirlo a uno de lo que le espera por delante en su trayecto a la eternidad. No hay atajos, al parecer. Si me hubieran dicho lo que me esperaba me plantaba a los veinte.
-¿Le parece?
-Sí. Una vida alegre y feliz, corta y fructífera. ¿Qué más se puede pedir? Después de eso empiezan a venir los achaques de la edad, esperando no caer en la senilidad.

Arturo se quedó dormido en la cama donde reposaba. No oyó nada cuando ingresó el médico a observar el estado de los pacientes, ni cuando entró el apostador que le había ganado el rostro al hombre de la cama contigua. Tampoco oyó la voz de Nancy, su novia, que en el sueño le decía: hay que ser salame para tropezar en el balcón. Tal vez era eso mismo lo que Arturo pensaba del suceso. Que era un salame. Por eso no le sorprendió cuando despertó aterrorizado porque un sánguche de salame devoraba su cuerpo, masticándolo sin compasión. El sandwich mostraba signos humanos en su apariencia, tales como cierta simpatía y una verborragia poco usual en esa especie. Cuando despertó, Arturo vio al hombre a su lado más alegre que antes, con una expresión en su rostro ( el apostador se había apiadado de él y se lo reintegró en un acto de verdadero altruismo ) que denotaba cierta felicidad.
-Se lo ve mejor. –dijo Arturo.
-Me siento con la frescura renovada ahora que recuperé mi rostro. Además, el dolor ha cesado bastante en su ataque contra mí y eso me permite desentenderme un poco del asunto. Pronto estaré nuevamente en el ruedo, apostando con un par de reyes.
-Tenga cuidado con eso, no sea cosa que se arrepienta de perder lo poco que le queda.
-¡Bah! El que no juega en la vida paga el precio de tomarla seriamente, y es un costo muy elevado por cierto. –Dijo el hombre con rostro afable.
-Sí, es cierto, pero no por ello hay que perder cualquier cosa en un partido de naipes. –argumentó Arturo.
-Me parece que usted argumenta por temor.
-¿Temor? ¿Qué temor?
-Tiene miedo de perder.
-No, por favor. No tengo nada que perder.
-¿Está seguro? Tengo una propuesta para hacerle…
-¿En qué está pensando? –inquirió Arturo.
-Me gusta su reloj. Le apuesto el mío a que me voy antes que usted de este maldito hospital.
-Hecho. –Dijo Arturo poniéndose de pie- Si quiere se lo puede ir sacando porque ya me voy.

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