El curso

Me inscribí en un curso para dejar de fumar. Y dejé. Pero lo hice antes de empezar el curso. Entonces le pedí a la secretaria que me devuelva la plata porque ya había dejado de fumar.
– ¿Cómo hiciste? -me preguntó Magalí, la secretaria.
– No te sabría decir, de pronto encontré que ya no fumaba -le dije- por eso me había anotado para hacer el curso, pero ya no lo necesito. Por eso te pido que, por favor, me devuelvas el dinero con el que pagué la cuota de ingreso y el primer mes del cursado.
– El efectivo no te lo puedo devolver. Pero si querés podés hacer el curso de todas formas. -me invitó la secretaria.
– Es que no lo necesito. Lo que necesito son los billetes que te entregué cuando me inscribí. -le contesté.
– Te entiendo, pero te apuraste a dejar el sucio hábito, podrías haber esperado, total, qué apuro tenías. Los valores que entregaste no creas que te los voy a devolver. -me dijo con una sonrisa en su rostro, dónde más.
-Entonces no tengo más remedio que hacer la denuncia. No me das alternativas ni mis monedas.
-¿ Cómo que no te doy opciones ? Del metálico: olvídate, pero hacé el curso, así obtenés la retribución justa por tu capital depositado.
– Magalí, por favor, no te pongas en esa actitud de terquedad. Dame mi fortuna y me marcho. -le dije esperando que metiera la mano en la caja para retirar de allí el tesoro y restituírmelo como estaba convencido que era lo que correspondía en un marco social adecuado de consolidada paz y buen diálogo entre sus componentes. Pero no, ella introdujo su mano izquierda en la cartera que tenía consigo, sacó un atado de cigarrillos, lo abrió, sacó uno, lo prendió, me tiró el humo en la cara, y, toscamente, extendió su mano con el paquete en dirección hacia mí y me preguntó:
-¿Querés? -me ofreció.
– Y… bueno, convidame uno, así no pierdo mi patrimonio.

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Revoluce

Alguien quiere que cambie el lenguaje
Dicen que alguien quedóse arafue.
¿De qué? De estupidez reinante.
Quien perece se pierde el divague.
Dormite en el cine. Leé. Cogé.
En el neceser tiene pendientes.
Tueste nueces. Alimente elefantes.
Tome mate ( Incluye tereré ).
El alien que se percate y le rescate.
Incluite en el inconsciente, mequetrefe.
¿Tenés billetes? Ayer cambié.
Traé el retrete, libre de heces.
¿Se puede ser? Depende de usté.
Qué sabés del triste eclipse…
Se vende suerte, ¡compre!
Tiré el tele desde el aljibe.
Subite en este tren de revoluciones.

Subibaja

Suben la temperatura y las tasas, bajan los limones.
Baja la edad de imputabilidad, suben los frijoles.
Sube y baja el caballito blanco de la calesita en la plaza.
Bajan y suben las acciones en New York de Valeria Mazza.
Suben los precios, las comodities, el petróleo y el vinagre.
Bajan los pibes a los comedores cuando pica el bagre.
Sube el agua y la electricidad, baja la presión atmosférica.
Baja la literatura y el sol, sube la música y la ficción retórica.


Fotografía: Manu Coca

Versos intercambiables

Introduzca su verso aquí.
Compórtese como maniquí.
Usté a veces me hace reír.
Tenga a bien usted sonreír.
¡No te soporta ni el sofá!
Pelá la gallina y morfá.
Dijiste que ibas a venir.
Es tarde, me tengo que ir.
Decímelo en calchaquí.
A fumar, preferible reiki.


Fotografía: Maru Coca

De dioses y avaricias

Un dios vengativo y rencoroso
avaro, mezquino, cruel, tramposo
impone sus ideas por el mundo
a fuerza de un golpeteo rotundo,
concentra las riquezas entre pocos
los que lo desafían pasan por locos,
le ofrendan sacrificios y plegarias
obtienen beneficios sin malarias,
aumenta la pobreza y con creces
se llevan los valores e intereses.

Tal dios tiene sus ídolos y templos
de tanto acaparar tiene ejemplos,
si alguno se cae tienen repuestos
saben de intereses y compuestos,
sus fieles vaticinan los finales
ocultan sus miserias y sus males.
Tal dios, de simpático discurso,
engaña con la zurda, es su recurso,
y manda a batirse en la palestra
aplastando al pueblo con la diestra.

Viejo tren

En el pueblo era el viejo tren el que traía las novedades. O mejor dicho, aquellos que llegaban en el viejo tren al pueblo arribaban con alguna novedad, y esto era así porque el pueblo siempre parecía el mismo: la iglesia, la escuela, el almacén y el potrero eran los que le daban alguna dinámica, además de la llegada del viejo tren, claro está. Porque en el pueblo todo parece ser más lento, o al menos la armonía que se visualiza en los movimientos de la gente es diferente al de una ciudad. Y ni hablemos si la comparación se hace con una metrópolis, son dos mundos distintos.
El viejo tren pasaba por la ciudad cada martes, cada jueves y cada sábado. Normalmente, si no había ningún contratiempo, lo hacía rondando las 11 am. De ahí seguía su trayecto hasta la capital Buenos Aires. En esos pasos que hacía por el pueblo el viejo tren, raras veces descendía algún pasajero. El último jueves de cada mes, don Anselmo Costas regresaba al pueblo tras cobrar su jubilación. Esto era conocido por todos, ya que don Anselmo traía algún presente para sus vecinos más allegados: un licor de dulce de leche para doña Victoria Alcides, cigarros importados para el padre Eustaquio Maldivas, peras o duraznos en almíbar para doña María Dolores Tíboli viuda de Guantes, entre otros.
Don Anselmo había sido maquinista en años de su madurez por lo que conocía bien el viejo tren. Disfrutaba ese viaje de placer que hacía cada mes, recorría la ciudad con asombro ante los cambios arquitectónicos, comerciales y de vestimenta en la dinámica ciudad. Con renovados aires, volvía muy contento a narrar las novedades que por esos años aparecían cada mes, en un auge que no se detendría, ya que las modas pasaron a ser efímeras, y esa efimeridad de las cosas era la nueva moda.
Un último jueves de junio, don Anselmo Costas regresó al pueblo, arribando a las 11:14 horas. En el andén, lo esperaba María Dolores Tíboli viuda de Guantes y el padre Eustaquio, de quienes había un fuerte rumor en el pueblo de que tendrían un amorío clandestino, no porque doña María Dolores tuviera algún compromiso, más allá de sus encuentros con don Anselmo Costas, sino por el celibato y voto de castidad del padre Eustaquio, lo que lo ponía contra las cuerdas ante la curia, en caso de que el rumor corriera fuera del pueblo. Pero a nadie fuera del pueblo le interesa qué cosas suceden en el pueblo, todo es puertas adentro, aunque el pueblo siempre tenga las puertas abiertas.

Ese jueves, don Anselmo Costas cumplía 77 años, de ahí que lo hayan ido a recibir para hacerle saber lo que era querido, pero no sólo por ellos, sino por todos aquellos que lo conocían en el pueblo; es decir, todos. Lo felicitaron por llegar maravillosamente saludable a esa edad y lo acompañaron a su casa, a pocos metros de la estación. Allí los estaban esperando los demás habitantes del pueblo para agasajarlo. Doña Victoria Alcides había preparado tortas: una de chocolate, una de chantilly y una de vainilla. Tres tortas eran suficientes para convidar a todos lo invitados. Acompañaron la celebración con mates algunos, té otros y café los restantes. Los niños, por su parte, estaban en la escuela, con ánimos de empezar las vacaciones y pasar el día en el potrero, sin tener que dedicarle tanto tiempo a los deberes escolares, aunque la maestra Vanina siempre tenía, con algo de malicia, la idea de que sería bueno para ellos tener alguna tarea que hacer durante el receso invernal.

El momento de degustar las tortas de doña Victoria Alcides era esperado por todos, o casi todos. Ella las hacía tan dulces que contrastaban con el mate amargo que las acompañaba. El padre Eustaquio era uno de los que más las esperaba, cansado de comer hostias, por eso cada vez que sabía que llegaba alguna celebración con tortas de chocolate de por medio, prefería hacer un ayuno el día anterior para hacerle lugar a unas cuantas porciones en lo que sentía como un placer extremo.
Cuando iba por la quinta porción de torta, doña María Dolores le reprochó que no se moderara con la ingesta:
-¡Padre Eustaquio, se va a descomponer! ¿No le parece que ya ha comido demasiado?
El padre Eustaquio se limitaba a negar con la cabeza, mientras masticaba con el buche lleno, los labios pintados de chocolate y la sotana cubierta de migas. Cuando terminaba la porción, interrumpía la conversación para dar una respuesta:
-Ya lo ha dicho San Agustín, Dios lo que más odia después del pecado es la tristeza, porque nos predispone al pecado. –aseveraba, mientras se servía otra porción de torta.

El ánimo festivo de los presentes se extendió por algunas horas que postergaron su siesta habitual. En el ínterin, mientras algunos ya se habían retirado, apareció Vanina, la maestra del pueblo, para saludar a don Anselmo Costas y degustar las tortas de doña Victoria, si es que todavía estaba a tiempo de hacerlo. La generosidad del pueblo era tal, que la misma doña Victoria le había apartado una porción de cada una a la maestra porque sabía que llegaría más tarde que el resto de los convidados y con menos posibilidades de probar esas delicias que tanto éxito tenían en cada celebración. La maestra Vanina, que deslumbraba con su rostro angelical, tenía predilección por la torta de vainilla y se desvivía por el café, incluso llegando a tomar tres tazas al día.
Pero ese último jueves de junio la maestra llegó a la casa de don Anselmo Costas con una novedad que los embargaría de tristeza. Se tomó su tiempo para anoticiar a los presentes mientras bebía el café. En un momento en que la excitación disminuyó, cobró valor y les dijo a quienes tenía alrededor:
-El sábado es la última llegada del viejo tren.
Muchos se llenaron de pasmo, al tiempo que otros quisieron saber más. El rumor había corrido varias veces por el pueblo, durante gobiernos de distintos colores, pero esta vez iba en serio. Doña María Dolores sollozaba con el consuelo del padre Eustaquio a su lado. Los tiempos cambiaban y las cosas cambiaban con ellos.

Años después, a los habitantes del pueblo con el oído lleno de costumbres, les parecía escuchar la llegada del viejo tren cada martes, cada jueves y cada sábado, pero las novedades habían encontrado otros canales por los cuales llegar.

 

 

*Fotografía: Jorge Guardia

Cosas que pasan

Estaba frente a un portal que me conducía Dios sabía a dónde. Yo no. Y con eso no quiero negar que de algún modo sea una suerte de dios. Tenía la llave en mi mano pero no me atrevía a abrir. Sentía un cosquilleo en el estómago y no era hambre. Al otro lado me esperaba el destino, por lo que me decidí y abrí. Y no sólo eso, sino que además entré. Bueno, en realidad miento, porque la puerta no conducía a un recinto cerrado sino abierto. Por lo que salí a él. Mi primera impresión fue la de sentir una inmensa soledad. Allí, estaba convencido, no había nadie. Era raro, porque los sueños suelen estar llenos de personajes, pero este no era uno típico, si es que hay sueños típicos. Lo atípico es que sabía que estaba sólo en ese microuniverso, que no era pequeño, pero era sólo mío. Una luz cálida pero no cegadora inundaba el lugar. También había agua, en un pequeño arroyo del cual bebí hasta saciar la sed que sentía en ese momento. La sentí correr por el cuerpo, refrescando mi garganta, hasta reposar en el estómago. De repente, la soledad que creía me abrumaría, se disipó con la presencia de varios ratones corriendo delante de mí en fila. Algunos atravesaron el arroyo y otros parecían zambullirse en él. Todo había cobrado vida con mi mera presencia. Y eso me alegraba. Pronto, unas gaviotas alzaron vuelo sobre mí y se oyó el graznido de varias. Había varias plantas floreciendo junto al arroyo, de los colores más llamativos: celeste, violeta, lila, turquesa, ¡dorado! El aroma que emanaba de ellas era cautivante. Observé el arroyo y estaba poblado de peces naranjas y amarillos de diversos tamaños que nadaban en él. La paz del lugar me colmaba de satisfacción. Todo era perfecto, hasta que apareció frente a mí una figura colosal. Era un gigantesco cíclope que iba destruyendo todo con su mirada de fuego. A medida que avanzaba, quemaba pastizales, flores, árboles y animales. Era sin dudas Shiva, el dios de la devastación. En mi visión aparecía como una forma casi humana, a excepción de que sólo tenía un ojo. Además tenía dos pares de piernas y su piel era de color azul. Tenía una larga cabellera atada con una trenza y varios brazaletes de oro. Se acercó hasta mi posición y el temor me hizo arrodillar. Creí que sería fulminado rápidamente. Sin embargo, Shiva retornó hacia el horizonte desde el cual lo había visto venir y se perdió de mi vista.

La calma había retornado al ambiente. Nuevamente, varias aves acudieron en busca de alimentos, algunas lo tomaban del suelo otras pescando en vuelo del arroyo. Cuando creí que todo se desarrollaría en tranquilidad, grande fue mi sorpresa cuando emergió un magnífico león al trote. Pero allí no había carne que aplacara su hambre, excepto mi figura. Cuando me vio, corrió rápidamente hasta donde estaba y se paró delante de mí. Caí rendido a sus pies implorando que no me comiera y, no sé si por piedad, no lo hizo. Continuó corriendo a toda marcha en dirección opuesta a la que había aparecido frente a mí. Me sobrevino el calor de repente por lo que decidí darme un baño en el arroyo. El agua estaba tibia, pero me refrescó lo suficiente como para disminuir el calor que sentía. Recogí algunas piedras y las lancé sobre el agua haciéndolas golpear varias veces la superficie del arroyo. La última que lancé hizo un movimiento extraño que acaparó mi atención. Luego de golpear tres veces sobre la superficie, retornó hacia mí y golpeó otras tres veces cayendo delante de mis pies. En ese momento pensé: esto sólo puede suceder en un sueño. Y comencé a danzar en el lugar de felicidad. Si era efectivamente un sueño no había nada que temer, ni dioses, ni leones, ni nada. Seguía bailando alegremente cuando delante de mí apareció un cazador con una escopeta. Pude oír que al verme dijo:
-¡Qué rareza! Sería bueno tener su testa colgada en una pared del living.

Luego, pude ver que me apuntó al corazón. La alegría que tenía en ese momento no se vio turbada por aquél hombre y yo continuaba danzando. Cuando me detuve, vi reflejada mi figura sobre el arroyo. Me sorprendió ver que no era mi rostro lo que se veía en el reflejo, sino que era el de una panthera tigris, vulgarmente conocido como tigre blanco. ¿Yo era un tigre? ¿Desde cuándo? No me importaba, era un sueño y me sentía completo en él. Otra voz le dijo que tenga cuidado al disparar de no dañar la cabeza. No sentía el peligro de mi inminente muerte acechándome. Me di vuelta y me lancé sobre el cazador.

Instantáneamente, escuché un sonoro retumbe. Abrí los ojos y vi que la cama estaba a un costado. El piso seguramente estaba tan duro que al caer eso fue lo que escuché. La felicidad que tenía durante el sueño me duró un par de horas hasta que el ajetreo del día la disipó y olvidé aquello. La llegada de la muerte mostraba a las claras que la vida era cuestión de continuar viviendo. Siempre sucede así. Lo cambiante son las circunstancias, las situaciones. Un cazador tendrá una cabeza más adornando su living.

Por mi parte, ya no soy un tigre y para colmo me duele un poco la cadera, algunas costillas y el hombro derecho.

 

Fotografía: Maru Coca

Niñatos

Hoy vi con curiosidad un niño con vestimenta y comportamiento de adulto. La crianza que le habían dado a Albert había salteado etapas que en otros se veían con mayor claridad.
Albert claramente era un niño, incluso por su estatura, pero su conducta reflejaba la de cualquier adulto modelo, al menos de esos modelos que buscan influir sobre los demás. Esto me hizo sospechar, no ya del pobre Albert que difícilmente saldría de las garras de la programación recibida y, probablemente, la emularía con lujo de detalles, sino de que cualquier adulto que se jacte de tal sólo está emulando la conducta estereotipada y catalogada como de adultos, por niños que perdieron su infancia.

 

 

Fotografías

Fotos de la noche
fotos de tu coche
fotos del mañana
fotos de tu hermana.
Fotos de alborotos
fotos muchas fotos
fotos e ilusiones
fotos de camiones.
Fotos de la cena
fotos de tu melena
fotos en el desayuno
fotos de Neptuno.
Fotos tomando helados
fotos por todos lados
fotos en la fiesta
fotos de la siesta.
Fotografías en la red
tomo fotos por la sed.

 

 

 

*Fotografía: Maru Coca

Año nuevo, vida nueva

El nuevo año trajo cosas nuevas. Ya desde la mañana del primero me asombró ver un piripipichi en el tejado. El piripipichi es una variedad del gorrión que hasta ese momento nadie conocía y lo bauticé, junto con Doménico que es el entendido en la materia, con el nombre científico de Passer piripipí. Es un poco más flacucho que el gorrión común y sobre el pecho tiene una ‘p’ blanca. Se alimenta de lombrices, migas de pan dulce que sobraron de la navidad y alimento balanceado para perros, preferentemente de los baratos, ya que el Eukanuba le produce picazón en el pico.
Pero eso no fue todo lo que trajo el nuevo año. La tarde del dos trajo un ventarrón que partió el ventanal del quincho en cientos y miles de pedacitos de vidrios que barrimos para que no se los coma el perro que había caído con el viento desde el otro lado del paredón. De nombre, Clarita le puso Tugurio y al otro día le dimos un buen baño para sacarle las garrapatas que se habían aferrado tenazmente, asustadas por la tormenta.
La lluvia nos trajo gripe y resfríos y el delivery los medicamentos para paliarlos.
El año nuevo nos trajo un día más en este enero, un interludio entre el 4 y el 5, que llamamos 4 bis, como el colectivo, pero después de disfrutarlo en la pileta con una sensación térmica más que agradable, nos enteramos que ese día nos lo iban a descontar en febrero.
Ya el 6 nos sorprendimos con lo que trajeron los reyes, a saber:
-Un paquete espurio de cacao rancio
-3 limones verdolagas
-Un camello en comodato
-Un rosario de ternura
-Y una réplica de lo que creímos sería el niñito Jesús, aunque luego comprobamos que se trataba de Ken, el novio de la Barbie.
Y a cambio de tan generosa empresa, los reyes se llevaron algunos víveres y como eran magos hicieron desaparecer el aguinaldo.
Finalmente, otra de las cosas que trajo el nuevo año fue una palangana a motor que nos regaló Paty para nuestro aniversario.


Fotografía: Maru Coca

Pinceladas IX

Las acciones habían captado la atención hasta el momento en que el movimiento se detuvo. Pero, ¿esto es posible acaso en el tiempo? Una máquina detenida puede llamar la atención, pero no por su inmovilidad, sino por su apariencia temporal. Un gorrión, difícilmente aunque sí lo puede hacer con su veloz y corto vuelo o con su diáfano canto, no así en su inusitada quietud. Igualmente, en Punta Alta los gorriones no ocupan espacios en los diarios digitales, pero las máquinas –sobre todo los vehículos- llenan las páginas de novedades y, justamente, en una de ellas me entero que un amigo ( Juan José ), que no veo hace tiempo, se accidentó cuando ingresaba a la 229 en el cruce de entrada a Villa del Mar y, en el acto, pereció su mujer, Guadalupe. Utilizo el teléfono de la oficina para llamar al hospital y, luego de varias intentonas, logro obtener su parte médico: tiene fracturas en costillas, y otra fractura en un brazo; tuvo hemorragias internas, por lo que hubo que hacerle una intervención quirúrgica de la que salió bien, aunque está en terapia intensiva, en estado delicado y con pronóstico reservado. Reservo una corona ni bien corto, por precaución. Pero la nostalgia me invade en una ráfaga de sentimientos y sensaciones de otros tiempos: Juan José aplaude desde la calle cuando ve que Charles está en la puerta. El pequeño perro que mi tío le regaló a mi abuelo impone terror en mis amigos, por eso el que más seguido viene a buscarme es Juan José, que es el más corajudo; si no, me toca buscarlos a mí o bien dejar a Charles en el patio. Lo escucho y salgo. Caminamos bajando la pendiente de la calle Espora y continuamos hasta donde no se avizoran casas. Todo es un lugar sin explorar, una dimensión del mundo desconocido en el que vivimos y se despliega ante nuestros ojos. Lo recorremos con curiosidad y ante el menor detalle nos asombramos. ¡Mirá!, me señala Juan José, ¡un topo! Y lo observamos hasta que se nos pierde de vista en una oscura cueva subterránea. A unos pasos una víbora repta hacia nosotros y huimos despavoridos hasta caer a un pozo o excavación, donde un tractor extrae arena que deposita sobre un camión. De la curiosidad pasamos al desencanto cuando, al mirarnos, comprendemos que esa exploración era nueva sólo para nosotros, por lo que sin mediar palabras nos vamos, de regreso, al mundo conocido en el cual nos despedimos, apenas, con una mirada que nos deja solos con un sentir común. Mis ojos giran nuevamente hacía Juan José y veo que me guiña un ojo, que logro ver a pesar de la oscuridad de Mikonos, cuando se adelanta para bailar a la par de Guadalupe, mientras me doy vuelta para buscar un trago. La cabeza gira instintivamente buscando la mirada de Juan José y lo veo a través del vitral de la sala en el hospital con Maximiliano, su primogénito, en brazos, con los ojos humedecidos y una amplia sonrisa. En una mirada profunda, el tiempo queda en segundo plano, y el lazo que nos une en la eternidad nos da la sentencia de lo superfluo del resto de las cosas. Ahora son mis ojos los que están humedecidos y los puedo ver en el reflejo de los ojos vítreos del médico que me da la noticia de su deceso, mientras ensaya con las facciones del rostro una conmiseración al sentimiento que no puedo ocultar. Tras estrechar en un abrazo a su padre, enseguida paso a despedir los restos que yacen dentro del cajón. Y, claro, son sólo los restos porque todo lo central en Juan José se disolvió en el universo y ahora es parte de la Vida.

( Por qué Vida con mayúscula, le pregunto con aquella curiosidad de explorador; y Juan José, lejos de mirarme, me responde con suavidad: porque es el soporte de tu vida minúscula ).