Perdida en la ciudad

 

Trinidad solía deambular en busca de alimento para su espíritu. La colmaba de satisfacción la puesta del sol casi tanto como el canto del jilguero o el vuelo rasante de los gorriones. Todo eso –se decía- era algo muy común, por tal cosa quien se volvía sofisticado lo pasaba por alto. Pero Trinidad a veces se hastiaba de los motores que hacían, de lo más mundano del ruido, algo pomposo. Por ello, los ruidosos, la llamaban extravagante, pero más por el vagar aquí y allá por la ciudad que por lo más níveo de su sentir que ellos desconocían.
Un día de otoño, caminaba Trinidad escuchando el crujir de las hojas bajo sus zapatos y, al comparar tal placer con el de una buena cena o una particular compañía, lo encontró de un sabor como pocos quizá por la atención que le prestaba y el goce de sentir la libertad cuando todo alrededor parece decaer de un modo natural. Caminó y caminó, no sin alejarse de donde ya no recordaba haber iniciado el paseo ni tampoco acercándose a un destino previamente trazado, dibujando zig zags por los empedrados de la ciudad que pronto se vio cubierta de sombras azarosas que le infundieron cierto temor que se fundían con su propia calma. Titubeante y dubitativa, supo lo que alguno supo: no saber. ¡Oh caramba, vaya paradoja celestial!, exclamó.
Detuvo su marcha, observó la noche, contempló las estrellas buscando una guía y la encontró no ya en el firmamento insondable sino en lo más cetrino de su alma. Trinidad allí comprendió que cada paso engendra el siguiente y la voluntad es la semilla de un magnífico porvenir.

 

 

Fotografía: Jorge Guardia

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