Romina, la mujer barbuda del circo ambulante, tenía por costumbre asombrar a sus visitantes, tanto con su tupida barba como cuando relataba sus anécdotas.
El asombro era tal, que casi casi calcaba las exclamaciones de asombro propiamente dicho y admiración, las cuales muchas veces se superponían e intercalaban en sutiles diferencias fonéticas:
-¡Qué bárbaro!
-¡Qué barba, Ro!