Pinceladas XI

 

Remover las ideas para espantar el tedio. Con esa premisa, Celso rasqueteaba las paredes con una espátula que pronto se dispondría a pintar. El hecho de pintar le causaba en su espíritu una renovación, ver cómo lo viejo quedaba sepultado por lo nuevo lo llenaba de frescor, como la brisa de abril por la mañana luego de un cálido verano.
Es que las ideas, para Celso, se quedaban impregnadas a las cosas, lo pensado, lo expresado, se adhería a las paredes con más tenacidad que la pintura, y todo eso le daba vueltas en la cabeza, incluso lo expresado por otros integrantes de la familia o huéspedes del hogar o, incluso, visitantes ocasionales que habrían manifestado cualquier cosa vulgar o trivial, le parecía a Celso que rondaba su sien y hasta tomaba forma vocal al expresarlo como propio, ya sea para salir del paso o por cansancio. Por eso había tomado la decisión de pintar y, mientras rasqueteaba con la espátula, creía ver renovado también su pensamiento, libre de impurezas, libre de flaquezas.
El color con el que iría a pintar ya lo había elegido sin vacilaciones: verde, como el de las acacias características de la ciudad. Con ello creía poder disipar límites entre lo natural y la sociedad, o al menos difuminarlos un poco como para no sentir un contrapunto demasiado exacerbado entre algo que, en definitiva, consideraba parte de lo mismo.
Celso pensaba que la mano del hombre, su obra, no era un contraste con la naturaleza sino una extensión, o por lo menos era una iteración de la misma, una forma de homologarla.
Cuando terminó de rasquetear, sólo quería un mate, un buen mate y nada más. Un verde, era todo lo que lo animaba, como el color que había elegido para las paredes. El primero que bebió lo saboreó sorbo a sorbo, como besándolo. Luego, descansando, observaba cómo se habían despejado las paredes de pensamientos oscuros, tercos, grises que menoscababan su imaginación. Y en los poros de las paredes ya se veían las semillas de un nuevo campo para la creación, para la floración.
Preparó la pintura, cubrió piso y muebles para evitar manchas y derrames accidentales, y tomó el pincel. Su corazón comenzaba a palpitar, como en cada reencuentro con la vida misma.
Con suavidad, mojó el pincel en el tarro de pintura para dar la primera pincelada sobre la pared. Cuando cubrió lo viejo, sintió brotar un gran pensamiento fresco sobre su cabeza, un sentimiento ligero frente a sus ojos humedecidos.

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