No podía decirse que había un tenue silencio, ya que se oía, claramente contrastante el ruido de motores y de lavarropas, de ventiladores y de secarropas, de automóviles a toda marcha y de camiones que se detenían a cargar y descargar mercadería, motocicletas que pasaban dejando estelas de humo y de aviones que surcaban el cielo a gran velocidad, de taladros agujereando alguna pared y percutores haciendo lo propio, desmalezadoras cortando el césped y sierras eléctricas serruchando ramas que se escuchaban caer pesadamente sobre el suelo, helicópteros que volaban a baja altura y camionetas destartaladas que hacían ruido de chapas flojas, y por si resultara escaso, el viento sin identidad que mecía las ramas de los árboles con furia. Había entonces ruido, sí, como el que propiciaba las implosiones de miles de universos a cada instante, y la música, con su magia, nos hacía proseguir, olvidando el dolor, la enfermedad y la muerte que atemorizaban con aterrizar como planeadores pidiendo pista sobre nosotros, que esquivábamos con elegancia. La intelectualidad era un drama que observábamos desde la primera fila, que a veces nos hacía reír, otras preocupar y en otras ocasiones no entendíamos qué era lo que expresaba. En estos casos, lo mejor que podíamos hacer era desentendernos, mirar con lejanía y oír el ruido de las palabras lo menos posible para no sentirnos afectados por la virulencia del palabrerío, tal como tantos millones de años de los cuales dataran los científicos para que la vida sea siempre y solamente ahora. El silencio, entonces, era sólo el trasfondo de la escena, entre palabra y palabra, el espacio sonoro entre cada acción que nos permitía intuir la paz, esa serenidad inexpresable, inexpugnable cuando estás en ella. “La música sería imposible sin el silencio”, me dijiste. Asentí, no quería discutir.
-No, no es eso. No querés pensar. O no ves que lo inútil hace posible la utilidad de las cosas. –me reprochaste sin mirarme a los ojos, atravesándome y yéndote con la visión hasta perderte en el horizonte. Quisiste retratar el momento, pero me negué diciéndote que la magia no sale en fotos.
-Eso ni siquiera es tuyo, lo sacaste de una canción.-insististe. Te expliqué que lo que entra se transforma y se devuelve, pero estabas muy preocupada posando, para que la sonrisa parezca natural, no tenías atención para otras cosas, como la palabra, tan devaluada en los tiempos corrientes. Podríamos subvertir el silencio con miles de palabras sin decir nada, o al menos nada de peso, como el peso de cualquier imagen o video en un disco rígido.
-Incluso en la música, que pasó de escucharse a verse, perdió peso la palabra.
-Sos vos quien no tiene palabra. –seguiste con reproches.
-Para muestra, basta un botón.
-No entiendo tu desazón. Ahora podés decir lo que quieras con cientos de emojis.
Me caí de sólo pensarlo. Ni siquiera atinaste a tenderme la mano.
-Estás cansado… –dijiste algo más pero una procesión de camiones me impidió escucharte- …las acciones se sirven de la palabra para la comunicación, las expresiones no necesariamente comunican, son sólo eso: expresión.
-Sí, eso lo puedo entender.
-¿Entonces?
Fue entonces que me tomaste de la mano y nos quedamos sin palabras. La ciudad seguía obsequiando ruido, pero nosotros nos íbamos por la melodía que oíamos mediando miradas. Siempre quedaba algo por decir, esas charlas nunca se agotaban, le dábamos vueltas como rodeando una piscina a la que temíamos lanzarnos, sin saber si estaría demasiado fría el agua como para nadar en ella. No era cuestión de decir mucho más, a veces para avanzar bastaba un paso en falso, teníamos calor y el verano se anunciaba con coloridas imágenes de playas lejanas, tragos decorados y recitales tropicales. Nuestro viaje había comenzado hacía tiempo, era puro movimiento y parecía no tener destino físico. Podíamos olvidar el silencio cada vez que quisiéramos decir algo, levantando el tono para expresarlo por encima de la sonoridad de tantos motores, de tantas palabras en la cabeza erguida que nos oye.
-El tacto es comunicación. –me susurraste al oído.
