Éntre sus conocidos nadie leía ya. Había quienes, luego de la época escolar, habían llegado a cierto hartazgo por la lectura y ni siquiera la tomaban en cuenta como recreación. Para el resto, mayoría, no le llamaba la atención ante tantas distracciones y entretenimientos más ´fáciles´ de consumir, ya que la lectura implicaba cierto esfuerzo.
Pero Clara Migno creía, intuía, o al menos deseaba que más allá de toda esa masa de gente uniforme en ese aspecto que rechazaba la lectura, había quienes esperaban y sentían el impulso de leer, por lo que era a quienes apuntaba cuando se sentaba hora tras hora a escribir sus más nobles pensamientos. Es decir, era un tiro al vacío, lanzar una botella al mar esperando que en alguna isla desierta, alguien, un náufrago solitario que aún conservara la capacidad de leer, la recogiera y leyera sus textos.
”Escribo para mí”, se mentía a veces, “para leerme”. Ella buscaba explorar la comunicación en sus vertientes más profundas que en lo cotidiano no encontraba forma, o quizá medios para hacerlo, ya que cada quien seguía como burro a zanahoria sus pensamientos, y no los de otros. Entonces, sabiendo esto, se preguntaba por qué alguien habría de hacerlo a través de sus textos, de su obra literaria que se expandía en número y florecía en calidad. Tenía inquietudes que, por momentos, la paralizaban.
No obstante, era tal vez eso lo que mantenía vivo el impulso de escribir: lo desconocido. No saber quiénes llegarían a leerla, ignorar si entenderían lo expresado, desconocer si sería de su agrado o si le serviría como un puente para cruzar abismos o como alas para surcar el cielo. Ella escribía, como quien planta un árbol en tierra lejana y le deja el crecimiento a las lluvias y la fructificación a las estaciones; los frutos los saborearía alguien con quien quizá Clara nunca cruzara dos palabras.
Escribir en la pluma de Clara tenía tanto de misterio como de conocimiento, era una mezcla de sensaciones que convergían y divergían desde y hacia distintos puntos no localizables, salvo en su mente, su sexo, su corazón y, desde ya, sus manos y sus ojos, esos oscuros ojos negros donde uno se podía perder con sólo mirarlos.
Su razonamiento era el siguiente: un texto ya no es un lugar de morada, un lugar para estar, para un lector; mucho menos lo es un libro, un blog, etcétera. Un texto es un espacio donde el lector pasa y, dependiendo de su apertura al mismo, degustará, saboreará o se podrá llevar algo, por muy efímero que le resulte. Pero, pensaba, el texto no es algo inerte como un trozo de cartón, sino que puede llegar a tocar al lector en uno o varios aspectos. De eso se trataba la comunicación, el arte, la literatura, de llegar. Por eso Clara Migno seguía insistiendo a pesar de los intentos del mundo que la llevaban a desistir, una y otra vez, en su impulso natural, o cultural si se quiere, por escribir, por narrar, por describir, por contar, por darle vueltas a las letras, hilar caminos de palabras y estampar, con tinta o color, oraciones que le dieran –al menos- la sensación de que escribir tenía un valor que sólo el lector, tan escurridizo como pez entre sus manos, podría apreciar.
