La tarde caía levemente sobre los techos, los tejados y el río, manchando de sombras alargadas la tierra y las callecitas. Las últimas aves jugueteaban revoloteando en el cielo o sobre los eucaliptos más altos. Kant se preparaba para pasar la noche en un cantero, para soñar con otros parajes, luego de haber corrido autos y motocicletas durante todo el largo día. El negro de la noche lo ocultaría de cualquier peligro que asomara. En el Coliseo Rumano se sentaban a beber cerveza y a comer papas fritas los primeros en llegar, como Elpidio y Noyo, celebrando la amistad tras la jornada laboral que a algunos dejara exhausto. Para otros, era rutina mecánica. La cuestión pasaba por la recreación, por el despeje mental de los asuntos cotidianos y el divague labial al que sucumbían hablando de bueyes perdidos o tesoros encontrados. Elpidio sugirió sentarse en la mesa bajo la palmera, pero Noyo lo contrarió y al final se sentaron frente al gran ventanal que daba de frente a la entrada del bingo, desde donde veían desfilar los ánimos de quienes entraban y salían, alternando entre desconsuelo y euforia disimulada. Cada tanto, Kant levantaba el hocico para observar el paso de algún peatón que caminara cerca del cantero.
Pidieron dos pintas, ipa Elpidio, amber Noyo, y una fuente de papas cheddar que demoró más de la cuenta en llegar, casi cuando habían terminado de beber la primera ronda de cervezas y encaraban la segunda.
-Qué hambre que tenía. –exclamó Noyo con las papas en el buche.
-La música que pasan en este lugar es lo que me hace venir una y otra vez. –dijo Elpidio, echando un vistazo al ambiente, en el que se veían cuadros decorando las paredes y hasta un maniquí de futbolista del Real Madrid en un rincón. En cuanto se quisieron acordar de un gol de Ramos en la final, ya habían entrado en lo más apacible de la noche sin preguntarse qué estaban festejando.
-Yo lo encuentro todo positivo. –esgrimió Noyo, tragando lo masticado.
-Sí, pero no podés mirar todo con un cristal de esa tonalidad, porque si no, en realidad, lo que ves no es la cosa en sí, sino que te quedás observando ni más ni menos que sólo el cristal. –acotó Elpidio. A su lado pasaba la camarera con la bandeja cubierta de cervezas.
-No te entiendo. –se excusó Noyo, invitándolo a explayarse en el asunto.
-Mirá, hay cosas que de acuerdo al contexto serán positivas o negativas, no hay absolutismos en la cultura –explicó Elpidio en un tono que daba a entender que sabía de lo que estaba hablando.- Te pongo un ejemplo: la improvisación. En la música, es una virtud para el aplauso y la ovación; en política, un bochorno para el escarnio y la detracción. –Noyo escuchaba como quien escucha el pronóstico del tiempo de otra ciudad en la radio.
-E incluso esto puede invertirse –prosiguió Elpidio besando la ipa que estaba fría como un témpano- y darse la situación de que una improvisación musical parezca un espanto acústico o, en política, una maniobra eficaz para sortear dificultades.
-Entiendo lo que decís, pero yo me refería al contexto, en particular, y a nosotros en general.
-Sí, lindo lugar para pasar un buen rato, para distraerse y aflojar tensiones.
Tras unos minutos llegó Elvira, dejó la cartera sobre el respaldo de la silla y se sentó con aquellos. Cuando se acercó la camarera, pidió un jugo exprimido.
Kant se levantó de su letargo para perseguir a una hembra de pelaje blanco que paseaba atada por una correa a la mano derecha de un anciano. Luego de unos metros y de olisquearse entre sí, pegó la vuelta para reacomodarse plácidamente en el cantero.
-¿Sabés por qué es más importante lo que sentimos y lo que pensamos que lo que nos rodea? –inquirió Elpidio a sus interlocutores, aunque mirando a Noyo, que observaban el panorama del lugar. Elvira se quedaba con el mobiliario mientras que Noyo prestaba atención a los adornos que colgaban o bien del techo entre luces o bien de las paredes entre cuadro y cuadro.
-Porque es ahí donde vivimos, en la mente y en el corazón, tanto en los propios como en los de los demás. –esgrimió Elpidio, para perderse con la mirada en el tránsito de la calle, que a esa hora era pausado, lejos del trajinar de las tardes donde todos buscan volver rápido a sus hogares o llegar a tiempo a los negocios que esperan cerrar a horario.
-Ser feliz es el mejor negocio que podés hacer. –escupió Noyo, casi para sus adentros, que sólo Elvira escuchó y asintió con una sonrisa.
De repente, cuando los tres ensayaban un brindis en honor a la amistad, ingresó por la puerta vaivén un hombre vestido de traje con carpetas y unos papeles en la mano, acompañado por dos agentes de la policía. Elpidio se quedó observando las luces de los patrulleros. El hombre de traje discutió con el encargado del lugar por un breve lapso, atrayendo las miradas. Luego, completó un acta con birome y le anunció a los presentes que el Coliseo Rumano quedaba, desde ese momento, clausurado. Todos lamentaron el episodio, recogieron sus pertenencias y se marcharon lentamente al tiempo que la música moría en un silencio retórico que cursaba en las preguntas que se hacían todos.
Noyo se despidió y se fue caminando. Elpidio y Elvira se fueron cada uno en sus respectivos vehículos, quizá a dormir, quizá a beber, quizá a soñar, mientras en el cantero, Kant soñaba con prados en los que corría ovejas llevándolas al corral.