Me engaño pensando que la vida puede ser buena, en la contemplación del horizonte -estrecho por las construcciones que marcan mi visión- ante el ocaso rosado que me regala la tarde al despedir el día. Hoy no habrá fotografías ni selfies, y resulto devorado por la caída del sol que señala la llegada de una noche más.
La gente circula, mecánicamente, y algunas buscan el toque distintivo del día, algo que les muestre que no es un día como todos los demás, como el efecto que produce el scroll de la pantalla del teléfono inteligente pero más verídico, más palpable y menos volátil.
Las estrellas comienzan a dejarse ver en su timidez. Una bocina me saca de las cavilaciones y a otro automovilista lo pone nervioso porque el semáforo está en verde pero el auto no arranca, como este cerebro tras la ola de calor, entonces aprovecho y cruzo la calle, mientras me acerco a la porción de ciudad más iluminada y más concurrida.
Hay un pintor que, con visión noctura como un felino, continúa su trabajo de darle una nueva cara a la fachada de una casa. «Las cagadas se hacen de noche y se ven de día», decía mi viejo Alfonso, el sabio. El tipo pinta todo de azul, colorea artística y meticulosamente el frente, que mañana hará juego con el dólar paralelo.
Sigo caminando y compro el diario, porque las noticias hay que leerlas cuando ya ha pasado un tiempo prudencial que no despierte la alarma mental, sino que uno caiga en el llano de la resignación y en la cuenta siempre vacía del mundo bravo en el que nos toca vivir, sufrir y gozar.
Ya no hay rastros del sol, salvo en algunas miradas escasas de los peatones. Emprendo el regreso, porque la moda es emprender un camino en esta vida y no quedarse a un costado mirándola pasar a través de la ventana.
Otra bocina que se usa, en esta ocasión, para saludar, suena estrepitosamente. Uno se va olvidando del cielo y los veinte gramos de alma que llegado el momento le harán su aporte. La música pasa al galope, con los autos saltando con frenesí, con la basura que empieza a adornar las veredas, con las latas de cerveza en los canteros, con las luces de la televisión filtrándose a través de las persianas y con la certeza de que mañana será un nuevo día, cargando la vejez de la memoria en la mochila de las vivencias.
El hombre sigue pintando y uno se va olvidando del lado azul de la vida.
