Te regalo una canción

Cada tanto me encuentro con un lindo diálogo vivaz. El chat es otra cosa que entretiene apagado. Cada tanto el día trae aburrimiento, y trae alegría, y trae gente, y trae movimiento. Otras veces se va a dormir con la noche, se moja con la lluvia, se lo lleva el viento. Queda poco del día: un beso, una sonrisa, llanto y carcajadas. El bullicio desaparece, la música se calla, los automóviles duermen. No hay lunas, pero está Júpiter. El día trae lo dulce y lo amargo, el júbilo y la decepción, el entusiasmo y el estancamiento, belleza y soledad, brillo y nubes. La nube se perpetuó, cubrió el cielo de grises. Parece mentira que sean las diez, parece mentira que sea diciembre, parece mentira que estemos vivos, lo que asoma como verdad, o como variantes de verdades son el dolor, el embole, el sexo y las enfermedades. Y aunque todo es pasajero, lo nuestro es pasar abriendo caminos. Necesitamos aire, música, ideas. Abriendo caminos, caminamos, pero los caminos están pavimentados con brea y hay mucho tránsito como para caminarlos por ahí, como para que se abran las aguas del mar Rojo, entonces caminamos por caminos ya recorridos sin abrir las puertas del cielo que golpearan rosas y pistolas. Escuchamos, quisiéramos escuchar, escuchamos, pero las voces se confunden. Entonces sentimos, sentimos no sólo con el corazón sino también con la piel, los órganos, los huesos y con el cerebro en su ajetreo, porque sentir es otra forma de pensar, una más entre muchas. Lo bellos púbicos sienten la proximidad, las manos sienten el tacto, la nariz percibe el perfume que nos indica un camino que nos vuelve a hacer sentir que es cierto que estamos con vida por delante: un minuto, cinco años, dos siglos, qué más da. Viviremos, esa es la promesa de la aurora, pero caminar es por lo pronto solamente una esperanza: descalzos, sobre aguas, en la arena, al trabajo. Quién puede decir qué es la vida sino todo: el amor, lo bueno, la pérdida, el sollozo, las cataratas del Iguazú. Quizás es algo que no se vende en el supermercado, que no se paga en cuotas. Y vemos en los chicos la alegría y el llanto, y vemos la vejez y los achaques, y vemos multitudes y vemos rostros dolidos, y vemos pasar las películas y los camiones, los perros y los gatos, el tiempo y las estaciones, lo simple y lo complicado, el crepúsculo, las canciones en videoclips, el chango del supermercado. Abrimos o no abrimos caminos se preguntan los cantores, los poetas, los obreros que hacen el pavimento y los inspectores de tránsito. Digamos que tampoco están todas las certezas al final del recorrido, tal vez algunas están a un costado o en la banquina o en el guard-rail o en el fruto de un árbol. Quizás nos espera la calma, el mar hacia donde todo confluye, la desilusión o la brisa nocturna. Una cerveza hace de néctar y nos apacigua; dos, hace de brindis y nos emociona; tres, hace de efecto, que nos traiciona. Y hablamos, y pensamos, y callamos, y soñamos. Caminamos, avanzamos y tenemos todas las posibilidades de abrir caminos para caminarlos o para observar el horizonte sin parpadear ante el ocaso.

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TIC TAC

Es la hora del paseo habitual en el que recorro la zona céntrica cuando cae el sol sobre los edificios. Pateo algo que no alcanzo a descifrar de qué se trata. Lo recojo y lo sostengo con dos dedos, pulgar e índice, y puedo notar las acanaladas arrugas de los laterales. Sospecho que es de una aleación de hierro. Tiene zonas rugosas en casi toda la superficie, y alguna parte saliente en el frente. Podría tratarse de un clavo o un pequeño tornillo. Es frío como un cubito de hielo, pero en mis dedos rápidamente cobra calor. Es más pequeño que mis dedos, tanto que lo puedo sostener sólo con las yemas. En los otros laterales, tiene algunas hendiduras, una más profunda que la otra, que es pequeña y me doy cuenta de ella al introducir la uña. Y en la parta de abajo, es una profunda hendidura, con algún saliente del mismo material. Trato de figurarme una idea de quien lo inventó originalmente: el hombre estaría torneando alguna piedra hasta dar con la forma y para cumplir con la función o las funciones que se le encomendaron necesitó hacerle algún agujero de la mitad del grosor de un dedo e incrustarle una navaja pequeña. Probablemente, estaría con bastante tiempo a su merced, ensayando y errando, hasta dar con lo que pretendía. Luego, con el invento en mano, era hora de mostrárselo (y vendérselo ) al mundo. Lo sigo inspeccionando. Es compacto, no tiene bordes ni puntas filosas. Puedo apretarlo, ejercerle presión, y resiste sin problemas, difícilmente se rompa. Incluso podría arrojarlo al piso y no tendría consecuencias en su superficie. Es más, es tan duro que podría estropear los cerámicos si lo arrojo con fuerza, pero desisto de hacerlo, prefiero guardarlo en el bolsillo para cuando un dibujo en blanco y negro lo necesite y prosigo el recorrido esquivando transeúntes ante el trajín, observando gentes diversas, cada cual con sus inquietudes concomitantes al andar.

Ruso

Bajo la lluvia torrencial, un hombre con un paraguas se acercó al toldo de la carnicería que me guarecía de la tormenta. Caminaba lento a paso firme, como batallando el viento. Me llamó la atención que llevaba el paraguas colgado del brazo e ilógicamente no sobre su cabeza. ¡Pero qué torpeza, hombre! Estaba empapado hasta los tobillos. Me preguntó por la calle Ayacucho y le dije en ruso que no hablaba español. Eran las únicas palabras que sabía, aunque dudo que las hubiera entendido si hablara el idioma. Dio media vuelta y se marchó en dirección opuesta. Por regla general, desconfío de los idiotas.

URGENCIA

Vicente se había preparado unos mates. Sentado en el comedor, mientras tomaba uno, aparece su hijo con cierta urgencia.
-Viejo, necesito urgente el coche. El Tecla se quebró una pata acá en la canchita y lo tenemos que llevar al hospital. No sabés cómo está.
– Me imagino. Sangre por todos lados y vos encima querés que te largue el auto así nomás. Y todo por un raspón.
– No, viejo. Tiene una quebradura que se le salen todos los huesos de la piel.
– Si, son cosas que pasan. Gajes del oficio, se le dicen. Si jugaba de árbitro esas cosas no le pasan. Aunque por ahí se ligaba un botellazo en la marola.
– Bueno, ¿me prestás el auto o nos llevás vos al hospital?
– ¿Por esa pavada? Vayan caminando, ¿qué serán? Veinte, veinticinco cuadras, así de paso le afloja el hematoma a ese infeliz…
– ¡Qué hematoma! Te digo que se que-bró.
– ¿Si es para tanto por qué no llaman una ambulancia? Los pibes de hoy en día no sé en qué tienen la cabeza… piensan en boludeces. ¿Para qué practicar un deporte de verdad que te podés raspar como ese infeliz del Tecla cuando te podés quedar en tu casa calentito y limpio, apretás dos botones y jugás como si fueras el 9 del Real de Madrid? Hay cosas que no se explican…
– Chau viejo, gracias.
– El diablo sabe por diablo, pero más sabe tu viejo. No por mucho ayudar a Dios se madruga más temprano.

De una habitación sale Ana María, se para frente a un espejo y mientras se peina le habla a su marido.
– Vicente, ¿qué quería el Matías que andaba tan apurado?
– Andá a saber qué quería el borrego ese. Siempre te viene con cuentos. Habrá aprendido de vos.
– ¿De mí?
– Sí, claro que de vos. ¿Te acordás cuando nos vino con la historia esa de que le había robado la gorra a un policía? Pálido estaba de lo asustado que vino.
– Pero era verdad. La gorra la tiene en un cajón. –dice Ana María.
– ¿Qué va a tener ese? Mirá que el policía le va a prestar la gorra al infeliz del Matías…
– ¿Prestar? El Matías se la robó a la gorra. O no te acordás que tuvimos que ir a declarar a la comisaría…
– No creo. Hay cosas que no se explican. ¿O vos pensás que el policía le va a prestar la gorra al Matías? Decime, para qué. ¿Para qué? Tenía una fiesta de esas, ¿cómo se les dice? Jálogüin. Me imagino al Matías disfrazado de policía y me da escalofrío.
– No, viejo, Halloween es otra cosa. –dice Ana María.
– ¿Vos qué sabés? Capaz que hablamos de lo mismo pero con distintas palabras. Tantos años de discusión tirados a la basura. ¿Qué vamos a hacer con tantos años de discusión? Capaz que sacamos algo en limpio. ¿Quién te dice? Vos que le creés todo a ese infeliz del Matías, ¿me querés decir para qué vino recién?
– Pero si yo no lo vi, estuvo hablando con vos.
– ¿Conmigo? –pregunta Vicente confundido.
– Sí, viejo, con vos.
– Cómo te gusta contrariarme…
– Vicente, sacá el auto que me tenés que llevar a lo de Chelita. Me está esperando con unas tortafritas. Dale que después le pido que me dé algunas para vos. Seguro que ya me guardó, sabe que te encantan.
– ¡Uh! La última vez que comí de esas porquerías me indigesté. Me hiciste acordar y ahora me dieron unas arcadas… agghhh
– No, viejo, eso fue con los canelones de la Gladys.
– Agghhh…
– Dale, viejo. Llevame que estoy llegando tarde.
– Pero a vos te parece que con los mates recién preparados tenga que dejar todo para sacar el auto, llevarte hasta lo de esa amiga tuya que, vamos a ser honesto, es una infeliz. No me lo niegues. Te tengo que llevar a lo de esa infeliz y después venís toda angustiada porque no puede seguir viviendo sin ese que tuvo por marido, que extraña y no sé qué más. ¿Para eso querés que saque el auto ahora? Aguantá. En una hora me tengo que ir a buscar unos destornilladores a la ferretería.
– Me están esperando Vicente. –le dice Ana María con cierta impaciencia en sus gestos.
– Que espere. O vos conocés a alguien que se haya muerto por esperar. Capaz que se murió de viejo y esperando, pero la causa no fue la espera misma. Eso te lo discuto a muerte. Paro cardiorespiratorio, en todo caso. Además, tanto apuro para qué, me querés decir. Después venís toda así, ¿cómo se dice? Acongojada. ¿Y todo por qué? Por haber estado tres horas escuchando los lamentos de esa otra infeliz.
– Chau, me voy en taxi. –se despide Ana María.

Vicente se ceba un mate y, luego, lo toma. Se levanta, va hasta donde tiene la radio y sintoniza otra emisora. Calienta un poco el agua de la pava y vuelve a ubicarse en el mismo lugar del comedor. Entre tanto, entra Dani, su hija menor acompañada de una amiga.
– Hola pa.
– Hola chiquita, ¿trajiste visitas a casa? –dice Vicente mientras saluda con un beso a cada una.
– No, pa. Ceci me acompañó hasta casa para ver si la podés llevar hasta la suya. Hoy no hay colectivos por paro de choferes.
– Y no es para menos. ¿A vos te parece poner el lomo todo el día por dos pesos que no te alcanzan ni para pagarte un chegusán? Lo único que falta es que se tengan que pagar el combustible para poder trabajar. ¿En qué cabeza cabe? En la mía seguro que no. No sé cuánto estarán cobrando, pero te digo que igual es poco. Además, te cruzás con un atorrante que no tiene nada mejor que hacer…¿y? ¿Qué hacés? Le tenés que romper la marola con el volante.
– Bueno pa. ¿La llevamos?
– ¿A tu edad sabés cuántos kilómetros caminaba por día? Treinta y dos. Diez para ir a la escuela, diez para volver y doce haciendo los mandados a la vieja. Tu abuela, descansa en paz. Todos los días. Cinco kilos de papas, dos calabazas. Después el pan de lo de don Octavio, la leche del tambo… Y acá tu amiga que no puede caminar ¿cuánto?
– ¡Qué se yo! ¿5 kilómetros?.
– Cinco kilómetros. No me hagás reír que me vas a hacer volcar el mate. Ahora, decime, vos querés que deje todo así, que apague la radio, saque el auto y deje el mate recién hecho para llevar a tu amiga hasta la otra punta con qué excusa más ingenua: el paro de choferes. Contate otra porque con esa no vamos a ningún lado.
– Vamos afuera que te acompaño hasta la esquina Ceci. –le dice Dani a su amiga y se retiran de la casa.

Vicente se levanta con la pava, le agrega agua y la pone al fuego a calentar. Pocos minutos después, vuelve a entrar Dani mientras Vicente está hurgando en la heladera.
– Chiquita, ¿viste donde quedó el salamín que me compré la otra noche?
– No quedó. Se lo terminó el Mati con el Tecla ayer.
– ¡Si serán infelices!

Vicente tomó las llaves del auto y salió urgente de la casa. Dani lo miraba desde la ventana. En eso, ve que su padre deja el auto estacionado frente a la casa, se baja e ingresa a la misma.
– Chiquita, vigilame la pava que dejé sobre el fuego que ahora vengo. Voy hasta la fiambrería.
– Si, pa. –le respondió Dani, mientras reflejaba su expresión declarando por lo bajo: hay cosas que no se explican.

LUMINISCENCIA

El sensei le había dicho a Arturo aquél día en tono monocorde: alcanzarás la iluminación en el instante menos pensado. El que ha recorrido el camino era un japonés bajito de rostro pálido que hablaba muy mal español. Arturo se marchó cabizbajo a la espera del colectivo. En la parada había un hombre con cara de foca y, a su lado, una foca con rostro de hombre, atada a través de un collar.
-Lindo día. –dijo la foca.
-Sí. Está lindo. –agregó Arturo.
-¿Cree que hoy pasará a horario? Me esperan para almorzar abadejo.
-Están viniendo a horario normalmente. –dijo Arturo.

De pronto, a la distancia, se observó venir el 48. La foca aplaudía alegremente. Los tres abordaron el colectivo, junto con un idiota que llegó corriendo. El chofer le dijo al idiota que coloque su tarjeta en la máquina para costear el viaje pero el idiota no entendía el procedimiento. Arturo regresó tras sus pasos y lo socorrió.
-Gracias. –dijo el idiota.
-No hay de qué. –respondió Arturo.
-No entiendo cómo funciona esta aparatología.
-Cuesta al principio hasta entrar en confianza con la tecnología. –agregó Arturo.
-De los setenta para acá no entiendo un pomo. Las cosas cambian demasiado.

A Arturo le caía simpático el idiota. Se sentaron juntos en un asiento doble, Arturo del lado de la ventanilla. El idiota observaba con curiosidad a un niño que jugaba con un dispositivo electrónico.
-Antes todo era más simple. Ahora hasta entretenerse es complicado. ¿Por qué cambian todo con lo bien que vivíamos?
-Lo hacen para beneplácito del consumidor. Inventan cosas que llaman la atención por lo novedosas, pero no necesariamente hay que utilizar todo lo nuevo que sale al mercado. –explicó Arturo.
-Yo no sé… Pareciera que si uno no compra las novedades uno fuera un idiota. –Dijo el idiota- Pero qué voy a comprar si no entiendo ni cómo se usan.
-Son formas modernas de matar el aburrimiento.
-No veo cómo me puedo divertir con algo así en ésta época donde todo parece brillar en una pantalla.
-Así es, es la era de la luminiscencia. –Agregó Arturo- La virtualización de la inteligencia.
-O la realización de la idiotez. –dijo el idiota.

Arturo se rió. El idiota le despertaba cierta ternura con sus comprensiones. Sin dudas, habían ocurrido cambios drásticos en la sociedad en los últimos años, modificando las costumbres de la gente sobre la tierra como nunca antes había ocurrido, y los que quedaban al margen de los cambios se sentían desorientados en una soledad que los dejaba cavilando en otros tiempos. Tal era el caso del idiota que no había asimilado los cambios. Al colectivo subió un neurópata con temblores. El idiota lo miró y Arturo también le prestó atención.
-¿Qué le pasa? –inquirió el idiota en voz baja.
-Son los nervios. –dijo Arturo.
-Yo cuando me pongo nervioso me tomo un té de tilo y se me pasa.
-Es bueno para eso.

El idiota se despidió de Arturo pero no sabía cómo bajarse. Arturo se levantó y presionó el timbre, el colectivo detuvo su marcha y el idiota se bajó tras agradecerle. A las pocas cuadras, Arturo se bajó. Ya estaba llegando a su casa, cuando un hombre le pidió unas monedas. Buscó en sus bolsillos algo de cambio para darle y se lo tendió. El hombre le agradeció y le convidó un trozo de queso que tenía. Arturo no quiso menospreciarlo y probó un bocado. Luego se despidió y entró en su vivienda. Cuando lo hizo, comprobó que no tenía luz. La claridad del día le permitió comprobar que no había ningún desperfecto en la instalación. ¿Qué había pasado?, se preguntó. Salió de la casa y golpeó en lo de su vecina. Le preguntó si tenía luz y ella le dijo que había un corte hasta el mediodía. Regresó a su casa y se preparó una taza grande de café. Sonó el timbre que era inalámbrico y Arturo fue hasta la puerta a atender. No era otra que Nancy, su novia, quien llegaba con una docena de facturas en mano, entre las cuales sobresalían las medialunas, las carasucias y las bolas de fraile. Arturo encendió un pequeño cabo de una vela, pues su casa era bastante oscura sin luz artificial, y la colocó sobre la mesa. Nancy tenía un hambre voraz y devoró una bola de fraile de dos mordiscones. Arturo apenas si había probado una medialuna salada.
-Este es un momento mágico. La luz de la vela le da el toque justo de romanticismo a nuestra relación. –dijo Nancy.
-Qué se yo. –dijo Arturo.
-Juntos, bebiendo café, el encuentro esperado se da en condiciones favorables para hacer el amor en una velada soñada.

Caminaron hasta la habitación fundidos en un abrazo interminable. Sus cuerpos se vistieron de piel y sus ropas cayeron dispersas por la habitación. Un beso sentenció la unión del amor en el acto sexual. Nancy tenía la cabellera revoloteada y reposaba sobre el pecho de Arturo. Éste tenía ganas de fumar pero los cigarrillos habían quedado en el comedor. Ella le hablaba del presente y los vaivenes del tiempo. Lo vivido en armonía y el porvenir que se venía. Arturo sólo pensaba en fumar pero se aguantaba las ganas momentáneamente. Después de un rato, ambos se vistieron y volvieron al comedor. Nancy dijo que se iría y no tardó en cumplir con lo prometido, tras despedirse con un beso. Arturo cerró la puerta y se quedó pensando, no en lo acaecido, sino en la vívida imagen de su maestro, evocando aquellas palabras que tanto le habían aclarado su visión de las cosas. De repente, la heladera había empezado a funcionar emitiendo un sonido grave al arrancar el motor. La luz del comedor se había encendido y Arturo se sacó las ganas encendiendo un cigarrillo. Largó una bocanada de humo que cubrió el ambiente. Observó la punta del cigarrillo encendido y miró cómo la vela, consumida en su totalidad, se estaba apagando. Del cigarrillo cayó una brasa sobre el cenicero que hizo un pequeño fogonazo. Arturo, sorprendido, pensó: qué más da. Fuego, amor, humo, ilusión. La vela se apagó completamente dejando un hilo de humo en el aire. En ese momento, alcanza el nirvana.

Pacto

Tengo un pacto de convivencia con los mosquitos: no los mato a cambio de que no me piquen. Ellos, dada la desigualdad de envergadura, por norma, aceptan a gusto.
No obstante, hay algunos que ignoran dicho pacto y se atreven a alimentarse a costa de mi sangre. Por las dudas de cometer el atropello de matar a uno de ellos que efectivamente sí respete el pacto no tomo medidas drásticas, sino que simplemente mantengo mi palabra porque comprendo que siempre puede haber algún rebelde.
Eso sí, al que anoche me picó el culo cuando dormía se la tengo jurada.

Un viaje

Era tarde, demasiado tarde para volver a pesar de que le refregaban el dicho por la nariz, aquello de que nunca es tarde. Según para qué, claro está. Para volver, por ejemplo, era demasiado tarde no sólo por el horario, habiendo caído el sol de manera dramática, sino porque las persianas estaban por el piso, como su ánimo. Por ello Alfonso resolvió seguir adelante, caminar hasta el hartazgo o hasta el fin del mundo, si es que ello era plausible. Caminó como quien no quiere la cosa, como quien no resiste el advenimiento de los acontecimientos, la sucesión de situaciones cambiantes, como quien se desentiende de las actividades mecánicas de la existencia para dar paso a meditaciones acerca de ella o de cuestiones contenidas en ella, como ser pensar en cómo preparar un huevo duro ideal.

Y en ello iba Alfonso, pensando en los placeres cotidianos, como asado y vino, y en los dolores esporádicos, como la parte baja de la columna vertebral que le hacía ver las Tres Marías y la Osa Mayor desde un único punto de vista del observador que atravesara dos hemisferios con la mirada. Cada vez que el dolor lo aquejaba veía, también en el cielo de la mente, estrellarse vehículos, estrellas de Hollywood de los años 60, supernovas de la NBA y futbolistas de alto rendimiento a bajo costo. Claro que la visión que percibía no era de continuo, lo cual sería insufrible, sino que entre pausa y pausa se tragaba lo que enseñaban y profesaban cientos de publicidades con ingenio para vender basura, envasada de manera brillante. Pero él no quería detergentes y pastas dentales, sino el cese del dolor, por lo que acudía a alguna ayuda, algún placer, algún alivio, que lo haga olvidar aquello, lo cual convertía al proceso en un evento cíclico de lo que entendía por vida, no muy alejado de la de cualquier otro, tal vez y sólo tal vez diferente en los detalles aunque equivalente en esencia y substancia.

Alfonso debió recorrer unos tres kilómetros a pie por la espigada avenida, deteniéndose solamente cuando algún semáforo así se lo indicara a los peatones que cruzaran las diagonales. Y el tránsito vehicular era profuso, radical, verborrágico, como la sangre corría por sus venas y arterias a buen ritmo sin que él tuviera que seguir el curso de la misma y pudiera dedicarle ese tiempo precioso a hacer un repaso de lo que tenía que decir, o de lo que hubiera dicho en caso de tener oportunidad, o de lo que diría en caso de oportunismo o rapto de ingenio. En fin, era libre de pensar y eso lo tenía atado, porque muchas veces no sabía o no se le ocurría en qué pensar, y ese ´en qué´ le acaparaba toda su atención sin llegar a darle cauce a un tema específico o abierto que le permitiera discurrir en algo de su agrado.

Siguió caminando, unos tres kilómetros más, siempre por la prolongada avenida que se había convertido en ruta, hasta que un dolor, un fuerte pinchazo en la rodilla derecha, lo empezó a descomponer. Sintió náuseas y ganas de vomitar que pronto le acarrearon un dolor en la nuca. Su tranco se tornó más lento, comenzó a renguear, a arrastrar el pie como un andrajoso que no ingiere bocado en una semana, a encorvarse, a mirar el pavimento y olvidarse las estrellas que seguían flameando a todas luces. El camino se le hizo empinado a pesar del llano y siguió como sigue su curso el río con las lágrimas del pueblo encima.

En un momento cayó, se desbarató y lloró, pero sin gemir ni emitir vocablo que acompañara su sentir. A nadie le importó, ningún automovilista se detuvo a auxiliarlo, no había ambulancia alguna que lo levantara del camino, por lo que no tuvo más opciones que la de Lázaro. Se levantó y anduvo con el malestar a cuestas, con los sueños en la mochila, esquivando pozos del tamaño de un lechón, pateando piedras con la zurda como quien se saca los problemas de encima, al menos por un tiempo prudencial que le dé espacio para pensar en cómo enfrentarlos. Tuvo ganas de gritar, de insultar, de blasfemar, pero no creía, no conocía malas palabras y no iba a la cancha. Siguió arrastrando el pie derecho dejando un camino trazado para los que venían atrás, con o sin náuseas, siguiendo el consejo del viejo que le decía que en la vida se trataba de dejar algo a los demás, y como no tenía más que dolores, con ellos dejaba señales.

Finalmente, sin saber cómo, tal vez como fue en un comienzo, llegó. Sin embargo, Alfonso no lo celebró ni se lo tomó como un alivio porque su premisa siempre fue que lo importante no era llegar sino el viaje a realizar.

La primera cena en tierra

Habían transcurrido sin decoro las mil y una noches navegando con aplomo veinte mil leguas de viaje submarino y Nelson estaba, digamos, cansado. El colchón era demasiado rígido y la almohada demasiado blanda, y la combinación de ambos le había producido el mismo efecto que correr tres maratones en una semana. Salió por la escotilla y no se sorprendió al no ver siquiera una comitiva de recibimiento, como mera formalidad. La tripulación comenzó a descargar los equipajes y fueron saliendo uno a uno a la olvidada tierra firme.
-Deberíamos contar la historia -sugirió Aquiles, llevando una enorme valija sin rueditas-, tal vez un día podrías escribir un libro, es una buena aventura.
Nelson lo miró desentendido, quería llegar a su casa cuanto antes. En lo último que pensaba era en narrar el viaje, siquiera en contar las anécdotas que pudieran ser de interés para alguien, aunque siempre había público para este tipo de comunicación, ya fuera verbal o escrita. Pero Nelson no publicaba hacía varios lustros y cuando le preguntaban el por qué desistía de hacerlo cuando mucha gente, tiempo atrás, halagaba sus narraciones, respondía con aires de haber cumplido lo que algún destino le hubiese impuesto si no fuera porque él se le anticipó:
-Porque todo fue dicho ya, y mejor que nadie, por Leo Maslíah.
Él consideró en algún momento y solía decir que sentarse a escribir para darle vueltas a los asuntos que lo movilizaban ya no le producían la satisfacción de sus comienzos. No obstante, había cierto grado de mentira en su respuesta, ya que a escondidas de todos de vez en cuando escribía algún cuento que le zumbaba y lo guardaba en un pendrive, sin darlo ( o darlos, porque se habían acumulado un buen número ) a conocer.
Se tomó un taxi que lo dejó en la puerta de su casa. Al ingresar, percibió un fuerte olor a humedad y a encierro, si es que el encierro tiene un olor particular, o a la falta de ventilación. Abrió las ventanas y el sol iluminó las dos habitaciones. Pensó en la cama que lo había estado esperando y en las ventajas de tener un televisor. Lo encendió. Transmitían las noticias.
-¡Ah! -exclamó con sorna- La vieja novedad.
El presentador cambiaba el semblante desde la presentación del último ganador del Quini 6 a la noticia del último femicidio como quien se toma vacaciones de la vida en sociedad y se interna en un bosque a la intemperie a deducir el código Da Vinci.
Se puso a acomodar las cosas que llevaba, en los cajones, y vio de imprevisto las luces de un patrullero por la ventana de la habitación. Escuchaba funcionar el handy, y que alguien hablaba pero no alcanzaba a interpretar lo que decían.
Golpearon la puerta. Nelson fue a abrir y un policía le preguntó por Fulan Omar.
-Ni idea, no lo conozco, oficial. -esgrimió- Recién llego de un largo viaje.
-Seré curioso, ¿De dónde viene? -preguntó el agente.
-De las profundidades. -justificó.
-Pero mire qué suerte, a mí me toca siempre cotejar las superficies, no tuve tiempo para más.
-Ahora voy a incurrir en la curiosidad yo, ¿Por qué lo buscan a ese hombre?
-No se lo puedo decir, pero, entre usted y yo, el mundo está lleno de vivos que hacen parecer la muerte sin prestigio.
-Como los ensambladores de pistacho.
-Bueno, ha ido usted demasiado profundo. -dijo el oficial con una risita entrecortada.
Luego se marchó. Nelson podía oír el handy pero ya no le prestaba atención. Enchufó la heladera y se puso a limpiar la cocina que estaba cubierta de polvillo. Cuando terminó se fue a aprovisionar de algunos víveres, productos de limpieza e higiene, cervezas y un lápiz, entre otras cosas. Guardó cada una de ellas donde consideró conveniente y se fue a dar una ducha caliente.
Más tardé preparó la cena, pollo al horno y papas a la espinaca, que comió en silencio con el sonido de una telenovela colombiana de fondo. Al caer la noche, cuando se fue a dormir, se preguntó si sueñan los androides con ovejas eléctricas, y esa duda aunque no le impidió apagar todas las luces de la casa sí le dificultó un descanso profundo, ya que cada tanto se despertaba sobresaltado por alguna trama perturbadora que estuviese soñando, o porque algún crujido de la cama le hacía recordar que el mar era la mitad de su pasado.

DICLOFENAC

La cabeza se partió en dos, como una nuez. Pero en este caso, no había un cerebro dentro, ni dos, sino un bulto que latía, se agrandaba y se encogía, palpitante, sofocante, trémulo, gruñón. Eso era el dolor, algo que late, un corazón que bombea y el sentir que lo padece. De un lado de la cabeza, ideas; al otro, imaginación; al derecho, reflexiones, al revés, improvisaciones. Pero con el ronroneo del latido todo se entremezclaba y se confundía, lejana toda posibilidad de claridad se dificultaba pensar en nada: las actividades de mañana, la terapia, el trabajo, los problemas de la sociedad. Todo quedaba atrapado en las telarañas del dolor, en el abismal latido del dolor.
La radio emitía canciones que acompañaban la situación: un piano frenético por aquí, una batería estentórea por allá, una garganta desquiciada más allá. La tela que protegía el bulto latiente se resquebrajó con el sonido de los parlantes. Todo latía más, latía la música, latía el ruido de los automóviles, latían las moscas que revoloteaban, latían las paredes que se estrechaban, latía el cielorraso. Cuando no se ve el fin del dolor en su latido infernal, nos duele hasta la mansedumbre de la eternidad.

CELSO ERA UN TIPO HORRIBLE

Celso era un tipo horrible. No tanto desde lo físico, ámbito en el que pasaba los cánones de belleza masculina que idolatraba la sociedad, sino desde el comportamiento. En su conducta era pendenciero de bares, agitador de multitudes, borrachín nocturno, charlatán de quincho, enturbiador de ambientes y demás cosas que se le podían endilgar –y de hecho lo hacían- quienes tenían la mala fortuna de conocerlo o cruzarse en su camino.
Cierto día, el horrible Celso tomó el coraje de cambiar, quizás a falta de paz y serenidad en su sino o tal vez porque el flujo vital le pedía un cambio que los diferentes peinados no le daban. Pero no tuvo tanto coraje como para cambiar de vida, que a esa altura ya cargaba una mochila muy pesada como para dejarla en la banquina, sino que resolvió cambiarse el nombre.
Hoy día, podría decirse que su andar es menos molesto para el conjunto de la sociedad que lo alberga en su seno. No obstante, nadie lo llama por su nuevo nombre, tal vez por el temor de suscitar nuevas conductas perniciosas que pudieren aparecer, ni tampoco por el antiguo, que ya no corría desde aquella decisión. Ahora para todos, como un truco de magia, es excelso.

LA PARADOJA DEL GLIPTODONTE

Un gliptodonte se encontró con un tatú carreta en un médano y le preguntó por el camino de regreso.
-Tenés que volver sobre tus pasos. –le dijo el tatú carreta.
Pero el gliptodonte no sabía lo que era retroceder, porque sólo caminaba hacia adelante. Entonces le preguntó cómo podía hacer para volver pero caminando hacia adelante.
-Caminá en círculos trazando una espiral descendente. –le dijo el tatú carreta.
Pero el gliptodonte no sabía doblar al caminar, porque sólo caminaba hacia adelante.
Entonces le preguntó cómo podía volver pero caminando hacia adelante.
El tatú carreta ya se había cansado de los problemas que tenía el gliptodonte, por lo que le respondió:
-Caminá en línea recta. Tarde o temprano, vas a regresar al punto de partida porque el mundo es circular. –dicho esto, el tatú carreta se fue y lo dejó reflexionando al gliptodonte.
El gliptodonte, sin muchas opciones, se dispuso a caminar en línea recta, porque sólo caminaba hacia adelante. Y caminó y caminó y caminó, hasta que se topó con un acantilado de veinticinco metros de altura y, no pudiendo doblar ni retroceder, pues sólo caminaba hacia adelante, se murió de inanición y junto con él se extinguió la especie que hoy día se recuerda con cariño en nuestros museos naturales.

Si no lo cura el espanto

Entra un matrimonio de locos a la cervecería, se sientan y los atiende la camarera.
-¿Qué van a pedir?
-Para mí doble faz. –dice el loco.
-Yo quiero una docena de rosas sin espinas. –dice la loca.
La camarera se queda descolocada.
-Disculpen, pero esto es una cervecería.
-¡Ah perdón! –dicen los locos.
-¿Van a pedir algo? –pregunta la camarera.
-Para mí doble faz. –dice el loco.
-Yo quiero una docena de rosas sin espinas. –dice la loca.
La camarera se queda estupefacta. Luego, reflexiona y les dice:
-Bien, ya regreso.
El matrimonio de locos conversaba entre sí, hasta que llegó la camarera.
-¿Quién pidió doble faz? –preguntó.
-Yo. –dijo el loco.
La camarera le sirvió una pinta de cerveza.
-La docena de rosas sin espinas que pidió. –le dijo luego a la loca, sirviéndole un jugo exprimido de naranjas.
-Muchas gracias. –dijo la loca.
La camarera se fue con una sensación de triunfo.
Al rato, el loco la llama. Esta se acerca a la mesa y pregunta:
-¿Quieren la cuenta?
-Preferimos viajar en subte. –dice el loco.
-Por favor, ¿nos traería el equipaje? –exige la loca.
-Con mucho gusto. –acota la camarera y se va.
Al ratito vuelve y les trae la cuenta a pagar.
-Aquí tienen el equipaje. –les dice dejando la cuenta sobre la mesa.
El loco la mira detenidamente y observa:
-Tiene errores de ortografía garrafales y la suma da mal. Está aprobado, pero para la próxima estudie un poco más. –dice el loco.
-Usted tiene talento, alumna, pero debería explotarlo para sacarle el jugo a su inteligencia. –dice la loca.
La camarera se queda pensativa.
-Lo haré, y me voy a cuidar en las comidas, poca sal y todo magro. Muchas gracias doctores.
Los locos se van. La camarera se quedaba recogiendo las copas y limpiando la mesa y, mientras lo hacía, un hombre vestido de Batman le pregunta:
-Disculpe, ¿a qué hora se sirve el café en este sepelio?

Kant, el filósofo

La tarde caía levemente sobre los techos, los tejados y el río, manchando de sombras alargadas la tierra y las callecitas. Las últimas aves jugueteaban revoloteando en el cielo o sobre los eucaliptos más altos. Kant se preparaba para pasar la noche en un cantero, para soñar con otros parajes, luego de haber corrido autos y motocicletas durante todo el largo día. El negro de la noche lo ocultaría de cualquier peligro que asomara. En el Coliseo Rumano se sentaban a beber cerveza y a comer papas fritas los primeros en llegar, como Elpidio y Noyo, celebrando la amistad tras la jornada laboral que a algunos dejara exhausto. Para otros, era rutina mecánica. La cuestión pasaba por la recreación, por el despeje mental de los asuntos cotidianos y el divague labial al que sucumbían hablando de bueyes perdidos o tesoros encontrados. Elpidio sugirió sentarse en la mesa bajo la palmera, pero Noyo lo contrarió y al final se sentaron frente al gran ventanal que daba de frente a la entrada del bingo, desde donde veían desfilar los ánimos de quienes entraban y salían, alternando entre desconsuelo y euforia disimulada. Cada tanto, Kant levantaba el hocico para observar el paso de algún peatón que caminara cerca del cantero.
Pidieron dos pintas, ipa Elpidio, amber Noyo, y una fuente de papas cheddar que demoró más de la cuenta en llegar, casi cuando habían terminado de beber la primera ronda de cervezas y encaraban la segunda.
-Qué hambre que tenía. –exclamó Noyo con las papas en el buche.
-La música que pasan en este lugar es lo que me hace venir una y otra vez. –dijo Elpidio, echando un vistazo al ambiente, en el que se veían cuadros decorando las paredes y hasta un maniquí de futbolista del Real Madrid en un rincón. En cuanto se quisieron acordar de un gol de Ramos en la final, ya habían entrado en lo más apacible de la noche sin preguntarse qué estaban festejando.
-Yo lo encuentro todo positivo. –esgrimió Noyo, tragando lo masticado.
-Sí, pero no podés mirar todo con un cristal de esa tonalidad, porque si no, en realidad, lo que ves no es la cosa en sí, sino que te quedás observando ni más ni menos que sólo el cristal. –acotó Elpidio. A su lado pasaba la camarera con la bandeja cubierta de cervezas.
-No te entiendo. –se excusó Noyo, invitándolo a explayarse en el asunto.
-Mirá, hay cosas que de acuerdo al contexto serán positivas o negativas, no hay absolutismos en la cultura –explicó Elpidio en un tono que daba a entender que sabía de lo que estaba hablando.- Te pongo un ejemplo: la improvisación. En la música, es una virtud para el aplauso y la ovación; en política, un bochorno para el escarnio y la detracción. –Noyo escuchaba como quien escucha el pronóstico del tiempo de otra ciudad en la radio.
-E incluso esto puede invertirse –prosiguió Elpidio besando la ipa que estaba fría como un témpano- y darse la situación de que una improvisación musical parezca un espanto acústico o, en política, una maniobra eficaz para sortear dificultades.

-Entiendo lo que decís, pero yo me refería al contexto, en particular, y a nosotros en general.
-Sí, lindo lugar para pasar un buen rato, para distraerse y aflojar tensiones.

Tras unos minutos llegó Elvira, dejó la cartera sobre el respaldo de la silla y se sentó con aquellos. Cuando se acercó la camarera, pidió un jugo exprimido.
Kant se levantó de su letargo para perseguir a una hembra de pelaje blanco que paseaba atada por una correa a la mano derecha de un anciano. Luego de unos metros y de olisquearse entre sí, pegó la vuelta para reacomodarse plácidamente en el cantero.

-¿Sabés por qué es más importante lo que sentimos y lo que pensamos que lo que nos rodea? –inquirió Elpidio a sus interlocutores, aunque mirando a Noyo, que observaban el panorama del lugar. Elvira se quedaba con el mobiliario mientras que Noyo prestaba atención a los adornos que colgaban o bien del techo entre luces o bien de las paredes entre cuadro y cuadro.
-Porque es ahí donde vivimos, en la mente y en el corazón, tanto en los propios como en los de los demás. –esgrimió Elpidio, para perderse con la mirada en el tránsito de la calle, que a esa hora era pausado, lejos del trajinar de las tardes donde todos buscan volver rápido a sus hogares o llegar a tiempo a los negocios que esperan cerrar a horario.
-Ser feliz es el mejor negocio que podés hacer. –escupió Noyo, casi para sus adentros, que sólo Elvira escuchó y asintió con una sonrisa.
De repente, cuando los tres ensayaban un brindis en honor a la amistad, ingresó por la puerta vaivén un hombre vestido de traje con carpetas y unos papeles en la mano, acompañado por dos agentes de la policía. Elpidio se quedó observando las luces de los patrulleros. El hombre de traje discutió con el encargado del lugar por un breve lapso, atrayendo las miradas. Luego, completó un acta con birome y le anunció a los presentes que el Coliseo Rumano quedaba, desde ese momento, clausurado. Todos lamentaron el episodio, recogieron sus pertenencias y se marcharon lentamente al tiempo que la música moría en un silencio retórico que cursaba en las preguntas que se hacían todos.
Noyo se despidió y se fue caminando. Elpidio y Elvira se fueron cada uno en sus respectivos vehículos, quizá a dormir, quizá a beber, quizá a soñar, mientras en el cantero, Kant soñaba con prados en los que corría ovejas llevándolas al corral.

Setenta y dos metros

En principio había ausencia de sonidos en el ambiente, levemente interrumpido por algún motor en la lejanía o por alguna trompeta en lo alto.
-Hola¿God?
Sonó el teléfono. Las aves, apacibles, revoloteaban el aire.
-Él habla. -el eco hizo que la voz de trueno trepidara tres veces.
-Necesito armar una estratagema para solucionar -titubeó en un resoplido-… esto. ¿Cómo podemos hacer?
Aguardó respuesta castañeteando los dientes, redistribuyendo los cabellos sobre la frente con los dedos. Observó la altura de las circunstancias.
-Dejá todo en mis manos.-El tic tac del reloj pared daba las doce campanadas. El cielo tronó seco. El clásico sonido de whatsapp anunciaba la llegada de una notificación.
-Gracias Godfredo.

Piñas

El gordo le zampó un cajón de naranjas por la espalda que lo tiró al piso. Este, largo como el profesor Jirafales, al levantarse, le sacudió el casco por la cabeza, al grito de “¡te voy a romper el alma!”. Una piña de aquél le dio en el mentón, pero el lungo se la aguantó y respondió con un cross a la mandíbula. Ahí empezaron los gritos de los que se habían metido a separar, hasta ese momento sin éxito. Al gordo lo agarraron entre dos, uno le tenía los brazos desde atrás y el otro lo agarró del cogote para que no se le escapara. Al largo, mientras tanto, lo sostenían tres: un petiso lo agarraba de las rodillas, al tiempo que los otros dos lo contenían uno de cada brazo. Todos enardecidos por la virulencia, como no queriendo entrar en razones, como no entendiendo que las cuestiones se podían arreglar verbalmente. Hasta que reinó la calma luego de las palabras del más sensato, que con el delantal puesto, abrió la boca para apaciguar los ánimos y que se disipen las ansias de disputa:
-Muchachos, hay que mantener el distanciamiento social o vamos todos en cana.
El gordo se colocó el barbijo nuevamente. Los que habían estado separando se dispersaron, a metro y medio, y el lungo recogió el casco, se subió a la moto y se perdió en el horizonte próximo. El del delantal recogió una piña que se había caído y la colocó en el cajón. Ahí me acerqué y le dije sin tantas vueltas: Che, ¿a cuánto tenés el kilo de naranjas?

Vuelos rasantes del espíritu que despega

Me desperté con la música militar con sus trompetas de guerra que sonaban con nitidez pese a la distancia -unos seis kilómetros-, probablemente facilitada su escucha por el silencio circundante a esa hora de la mañana. Se oía como la clásica música de trompeta de películas cuando se preanuncia el fin de la batalla o la sentencia de muerte de un soldado caído. Creí que tendríamos que ceder el territorio si esto acontecía, pero luego, al despabilarme, recordé que no estábamos en guerra, por suerte, y no sucedería lo que imaginaba. Se trataba entonces del saludo reglamentario que da comienzo a la jornada militar y me sentí tranquilo.

La música me hizo pensar que los artistas deben alentar y fomentar la creatividad en todas las ramas del arte y aún por fuera de ellas. El hombre es capaz de crear y de transformar, pensamientos, emociones y ocurrencias en cosas, artísticas o no, capaces de darle satisfacción. El acto creativo recrea al hombre, lo renueva y oxigena. Desarrollar esta habilidad es posible, en diversas áreas, y a la larga templa el carácter, sosiega el espíritu y fomenta la imaginación, cualidades totalmente apreciables en todos los tiempos que nos toquen por vivir. Crear, algo que hasta ese momento no había visto la luz, es darle vida a nuestras inquietudes y curiosidades, lo cual además puede movilizar al observador y llevarlo a generar cosas él mismo; de esto se trata –en parte- el arte, de recrear, y quien consume arte es artista en potencia.

La mañana se la habían devorado los trámites que tuve que hacer. Oficinas y comercios, papeles, firmas y sellados, se llevaron el tiempo hasta el mediodía que, de tener elección, hubiese optado por deleitarme escuchando a Astor Piazzola; pero no fue así, tuve que atender las ocupaciones y necesidades que no se podían postergar y merecían una resolución inmediata. Todo salió como era de esperarse, es decir bien, y me quedaría el resto del día para otras actividades más sustanciosas, si se quiere. La mañana estaba perdida o era un triunfo, era el dilema que me aquejaba al mediodía. Diríamos que se cumplió con la demanda, y a veces cumplir es hacer lo correcto, por lo que no estaba nada mal la forma de proceder, pese a que mis intenciones olvidadas se distanciaban de los hechos. Quedé conforme, y el bandoneón lo escucharía cuando el tiempo generoso me lo obsequiase.

Apelando a las posibilidades de movimiento con las que contamos aquí, me dije, Caminante: hay muchos caminos por los cuales transitar, sendas nuevas que se pueden descubrir, senderos que recorrer, semáforos que desobedecer, miradas por descifrar, rostros que adivinar. Resuelto, me dispuse a caminar por las invernales calles de la ciudad, veredas vestidas de ramas al finalizar la temporada de poda. Caminar me distrae, en el sentido literal del término aparejado al hecho de apartar el ánimo de una idea ( o de varias ) que a veces me rondan y me acucian sin saber la razón, como un pensamiento frenético que se instala y da vueltas y vueltas, cargoseando, como un chiquilín inquieto que sólo se divierte llamando la atención. En este caso, lo que embota es un cúmulo de ideas que no logro disgregar y ver a la luz de qué tratan; quién dice, quizá hasta sea materia literaria, algo incipiente que busca la claridad de la pluma, el vuelo semántico de un texto. Con los datos de los que dispongo, no lo puedo saber aún, pero es como si fuera un ovillo de lana que uno debe desenredar con mucha paciencia si lo quiere tener en limpio, a disposición, para un uso adecuado. Decía entonces, que caminar me distrae, también en el sentido de que me divierte y me alegra. Los médicos lo vienen recomendando con asiduidad y entusiasmo, y es muy conveniente que así sea, cómo método de prevención y, además, por los beneficios inmediatos que trae a la salud integral. Aunque algunos lo recomienden sin bajarse del Logan, es valioso que lo hagan porque mucha de la gente que concurre a consultarlos lo considera palabra santa, aunque muchas otras personas sirvan de guía en varias materias desde otros ámbitos desde que el hombre es hombre, pero su voz no es escuchada con adecuada atención o ni es tenida en cuenta, lo cual viene a figurarse lo mismo. Caminé y caminé, esquivando ramas, postes, canastos de basura, vehículos, chimangos que te miran con sigilo fijamente, peatones y baldosas flojas. Recuerdo que mi primer grupo musical trunco se hubiera llamado “Baldosas flojas”, con el enchastre en pantalones y calzados que su melodía hubiera causado en los oyentes. Pero es algo que no llegó a ser, como tantas otras que quedan en imaginaciones, proyecciones que no se plasman, quedando la sombra de lo que podrían haber sido. Terminé el recorrido satisfecho, pensando en reincidir cada vez que las condiciones lo permitan.

La noche anterior había tenido un sueño desconcertante que no voy a narrar porque sería grotesco. Lo curioso del asunto es que últimamente los sueños están asociados a personas que no creo ver aparecer en los sueños. Es decir, sueño algo: una situación, un drama, lo que sea, asociado a tal persona, lo cual puedo ver nítido al despertar. No obstante, la persona asociada al sueño en cuestión no aparece en el mismo, funciona como si fuera el título del sueño, si se tratase de un cuento. Esto me pasó dos o tres veces en los últimos días y es una curiosidad que merece mi atención, algo que tengo que investigar y profundizar, porque allana el camino en la comprensión de las cosas. Al soñar se transforma parte de la vigilia incluidos pensamientos y sentimientos, y es probable que también suceda a la inversa, aunque de un modo más subliminal.

Por otra parte, en los últimos días no hubo novedades librescas. Ni pude colocar mis primeros libros en nuevas librerías, ni se comunicó Jack, el editor. Llueve copiosamente, estruendosamente, como un anuncio de cambios. Cada vez que llueve con tanta fuerza, el destino tuerce su camino y algo que se dirigía hacia la derecha gira a la izquierda, o viceversa, sorteando obstáculos y dificultades que la naturaleza de las cosas le pone delante, tal como lo hace el cauce de un río. Si llueve, hay planes que se posponen o se reprograman, y sintonizamos con quienes tenemos afinidad. Por lo tanto, es dable esperar que haya novedades en cuanto a mis libros en el corto plazo, o al menos tanta lluvia me ha dado la posibilidad de creer que así sea y con ello evito por un momento pensar en cosas tan poco atractivas como una enfermedad que nos tiene en vilo.

Se equivocó la gaviota,
se equivocaba:
creyó que el mar era el suelo,
creyó que un techo la playa,
vino a volar al cemento
buscando algo para morfar.
Ahora no tiene consuelo
el mar le queda muy lejos
y se olvidó de volar.

He tenido vislumbres de acontecimientos en diversas y variadas situaciones, por ejemplo al leer, por ejemplo al escribir y en otras. Con un libro de Levrero, me pasó no una sino hasta tres veces, que mi pensamiento adelantara lo que estaba por leer, sin que el autor lo hubiera insinuado siquiera. A eso le llamo sintonizar. Pareciera como si uno estuviera en sintonía con el entramado y pudiera tener alguna visión previa sin buscarla. Este tipo de experiencias no es nada novedoso, pero no deja de llamarme la atención. Escribiendo, también me ocurrió algo parecido. Estaba componiendo una poesía, con inspiración, y uno de los versos se plasmó en la realidad a los pocos minutos, sin tratarse de nada estrafalario, pero sí de algo que si uno no presta atención pasa de largo, como si nada ocurriese o no tuviese relación. A eso le llamo sintonizar. Otros hablan de clarividencia o precognición, facultades psíquicas que con algún tipo de entrenamiento se pueden desarrollar. Aunque estoy bastante ocupado en otras cuestiones por lo que me temo que no podré adivinar el futuro ni es mi intención -como lo hacía el Magush de Silvina Ocampo mirando un edificio deshabitado- al menos por algún tiempo.

Últimamente, el blog me ha dado más trabajo de lo deseado debido a la gran cantidad de spam que llega, sobre todo el último mes. Desconozco las intenciones de tal suceso, pero pienso que parte de lo que hacemos como lectores es detectar y desechar spam en la literatura, ya que -como en el habla- es posible distinguir el ruido de lo significativo propiamente dicho, lo sustancioso de la cháchara en el parloteo. Es decir, desechamos a la basura, similarmente a lo que hacemos al preparar una comida o al ingerir una fruta. No obstante, para tal lector resultará spam un libro que a otro lector le resulte significativo, no hay un algoritmo que lo detecte, a priori, dada la variedad de lectores en el universo, Marte incluido ahora con robots recorriendo el planeta rojo.

Finalizando, cabe destacar que a esta altura de mis preocupaciones, con todos los problemas que tenemos a cuestas, con las inquietudes que nos movilizan como seres humanos y a pesar de los dolores que padecemos y nos hacen titubear, que el kilo de bizcochos cueste trescientos pesos me hace pensar que la subsistencia se está haciendo cada día más… ¿onerosa? Al menos en el ejercicio de supervivencia.

Lecturas, escritura y nimiedades

Tuve un contacto, breve pero fructífero, con Jack, que sino el destripador, el editor. En principio, accedió a leer mi selección de poesías, lo cual es un avance en este anhelo de publicarlas. A pesar de la corrección y selección minuciosa de las mismas, siempre quedan puntos por colocar, comas que sacar, poemas que excluir, versos que añadir. No obstante, ya no había tiempo para eso: me jugaba la carta que me había dado la baraja y ahora sólo queda esperar a que las condiciones sean propicias. Me parece una buena selección, con rasgos que parecieran seguir al menos una línea con la primera, pero con su toque distintivo para que el lector de aquella pueda sorprenderse, embelesarse y aventurarse en y con la lectura de la segunda. El título ya lo aventuré hace tiempo, veremos su devolución o correspondencia.

Pasaron dos largos días sin escribir y mi consciencia no me lo perdonaba, siento el deber de hacerlo, por vocación, por oficio y por satisfacción. A veces tengo tanto para escribir que el sólo hecho de postergarlo me da escozor, por eso digo que hay que robarle tiempo al tiempo para dedicárselo a aquellas cosas que nos hacen felices, que nos dan la posibilidad de sentirnos bien, sin peros. Tengo más de cien borradores, que como reloj de época, esperan darle cuerda para que hablen. Imagino que saldrán cuentos y poesías con esos disparadores de la imaginación, valga la redundancia, en diversas asociaciones y disociaciones, representaciones y argumentaciones, para darle vida a distintos textos que el lector del mañana ejecutará y dará su veredicto en cuanto a calidad, calidez y esplendor.

Omití decir que estuve con el doctor Bloom. Lo encontré distraído en su disfraz de astronauta protector de virus, escupitajos y malas lenguas, por lo que no pude sacar mucho en limpio. No me prestaba atención, absorto en sus cavilaciones, y eso me incomodó por lo que en vez de hablar de mí, le narré parte de historias del Ingeniero Luiggi como si fuera propia, incluido el cuento que me había enviado vía audio por whatsapp, y le causó gracia, por lo que pude –terminando la consulta- obtener con ello un poco de su atención. Es que la atención es caprichosa, más en estos tiempos en que las pantallas nos distraen a cada momento, por eso pierde su foco rápidamente, para entretenerse con cualquier cosa, y esto también le pasa a los doctores, que tienen que hacer todo un ritual para quitar las distracciones de las salas para dedicarse a sus pacientes. Finalmente, y para no ser descortés, el doctor Bloom me sugirió que el cuento aquél debía ser publicado en algún periódico aunque más no sea digital, o una revista de índole política. Le agradecí la sugerencia y me fui más pronto que tarde.

Llegó a mis manos un librito de Silvina Ocampo que me dejó fascinado. Es una recopilación de cuentos y poesías que se entreveran entre temáticas que van desde el amorodio hasta la muerte, con un estilo propio de quienes cultivaban las letras en Argentina en aquella época, destacando con sus referencias a la literatura universal y el estilo de vida burgués de aquellos años en las pampas húmedas. Asumiendo las distintas posibilidades del narrador, los cuentos pueden asombrar al más cauto y degenerar a los más obstinados. La literatura refinada de Silvina Ocampo es capaz de llegar con pulcritud y deleite a aquél lector que se aventure a su encuentro.

Por otro lado, me llegaron por estos días, también, números de una colección de ciencia ficción que con sólo ver las tapas y espiar un poco sus páginas uno sabe que sucumbirá al placer de leerlo y desentrañar el maremágnum de palabras e imágenes que se me vendrá a la mente cuando proceda a recorrerlas. Faltó -y es una pena- un número especial dedicado a Robert Sheckley que había solicitado, autor de quien he leído sólo dos cuentos, muy buenos, sino uno, ambos. Al parecer, había un error en el catálogo y ese número no estaba incluido, por lo que me quedé con las ganas de recibirlo. Quedé más que satisfecho con esos números de la colección, que voy a leer cuando el ánimo, la meteorología y la inquietud así me lo permitan y/o propicien.

Esta nueva enfermedad fagocitó la voz de los medios y, con ello, la de muchos interlocutores, que no hace otra cosa que girar sobre un mismo tema. Supongo que en las guerras, ante el miedo de una muerte inminente, habría también soldados que recurrirían al humor, como modo de salvación inmaterial del espíritu. Sin embargo, aquí hay balas que pican cerca y todos los días tenemos novedades de los estragos que ha hecho y está haciendo por doquier, amén de la esperanza científica de encontrar paliativos. Por eso se debe hacer foco en el tránsito de la situación y no en algo que no manejamos nosotros. Las pérdidas, dolor de nuestros días, nos recuerdan muchas cosas, entre ellas que el afecto da valor para afrontar las dificultades y seguir adelante, pese a lo doloroso de la misma.

Me puse en sintonía con El Satélite en charlas no conducentes que nos dejaron divagando a cada quien en lo suyo, en lo difícil de asimilar conocimiento, conocimiento o comprensión que puede dar alivio a una situación determinada, en por qué cierta gente se aferra a una creencia o varias que no le dan tranquilidad ni sosiego, pero que es capaz de defender hasta el punto de la ofensa. Acercamos posiciones, pero no hubo encuentro, por lo que cambiamos de sintonía a la espera de un nuevo acercamiento. El Satélite, como he dicho, sabe y mucho, y no acepta que su interlocutor no sepa, por lo que exige, al menos, opinión o veredicto, aún desde el desconocimiento o el desinterés por el tema que se esté tratando, y eso resulta un poco incómodo, más cuando no tengo ni remotas ganas de emitir juicio u opinión.

Estimo que las primeras impresiones de la mañana, lo que recibimos tanto visual, como auditivas o gustativas, son las que condicionan el resto del día, estados anímicos, claridad en la comunicación y demás.  Spinetta rasgaba la guitarra con alevosía, su voz casi no se percibía hasta que un agudo canto salía de los parlantes, alegando “no estar atado a ningún sueño ya”. El perrito rasguñaba la puerta pidiendo atención, alimento o algo por el estilo; sabía bien que tenía alimento suficiente como para querer un poco de atención esta mañana no tan fría como las anteriores. Esa moto que pasaba tenía un desperfecto en el caño de escape que le hacía emitir explosiones como de una granada cada treinta metros. Las teclas al escribir esto sonaban al compás de Almendra, salvo cuando mis dedos se detenían rascando la cabeza en busca de poner en funcionamiento el cerebro, quizás aletargado por el recuerdo. Un gorrión canturreaba sobre el árbol que da a la ventana, y pronto otros se unieron al coro. Sorber el mate me hacía recordar tradiciones, rondas de amigos riendo y conversando en el living de mi casa paterna. Los coolers o ventiladores de la computadora trabajan sin descanso en  una vibración que no me molesta ni me saca de mis cavilaciones, pero hacen notar su presencia. Otra canción de Spinetta callaba ahora en los parlantes y me permitía escuchar el ruido de mis vísceras reclamando, tal vez, alguna ingesta. Ahora el gorrión había formado una banda musical aprovechando que los perros se quedaban a dormir hasta muy entrada la mañana y no los correteaban si descendían a picotear algo en las veredas o a tomar un baño en los charcos. Mi respiración era intermitente. Los zapatos apenas se sentían al dar unos pasos hasta el baño, podía estar tranquilo de no interrumpir el descanso de nadie en la casa. El correr del agua siempre me da la sensación de estar en pleno contacto con la naturaleza. Se oyó el primer ladrido de la mañana y los vehículos ahora aparecían más regularmente. Un conductor encendió un cigarrillo al doblar por la esquina. Tosí un poco por una carraspera en la garganta. Ya aparecían los camiones con su rugir detrás del silencio interrumpido. Al rato, el hipo se había hecho presente en mi organismo. Si bien por la noche no tendría ni tiempo ni intención de recordar estas nimiedades, serían la base de lo que el día me estaba obsequiando: una caminata placentera, charlas fructíferas, un beso delicioso.

Hermeticosas

«Todo es dual; todo tiene polos; todo su par de opuestos»
Hermes Trimegisto

Fui temprano a ver al doctor Bloom pero no lo encontré. En su lugar, entre los pasillos, apareció otro doctor, mucho más joven, que me dijo que llegaría cerca de una hora más tarde de la que había asistido al encuentro. Pegué la vuelta y se veía que el trajín había comenzado mucho más temprano para todo el mundo que el día anterior o, al menos, era la impresión que me daba. Al regresar preparé el mate. No voy a hablar del frío que hace, salvo para decir que los pastos, bien temprano, estaban blancos como el marfil y duros como el granito. Digamos que “hice tiempo” hasta el encuentro con el doctor Bloom, es decir, lo malgasté en naderías, ya que ni siquiera escuché música ese rato ( ¿habrá gente que escuche música como actividad exclusiva y excluyente hoy día?). Comenzó la sucesión de mensajes que no pude atender porque tenía el encuentro que me había tenido pensando en decirle todo lo que le quería decir y cómo hacerlo. Es notorio que es más valioso a mi juicio lo que le tengo para decir que lo que él me diga. No obstante, siempre saco cosas en limpio de lo que me dice o insinúa. Me fui nuevamente a verlo y no había nadie. Caminé por los pasillos y pregunté en el laboratorio. Una joven bioquímica me dijo que había un cartel con los horarios de atención del doctor. Mintió, no había ningún cartel. Me quedé esperando afuera con la intención de verlo aparecer con su andar divertido. Pero nunca llegó. Al rato salió una mujer flaca mal nutrida a la que apenas se le veían los ojos que no sé qué función cumpliría allí diciendo que el doctor hoy no iba a ir, o no podía aseverarlo, que lo más seguro era volver mañana, por lo que me fui sin verlo mordiendo lo que tenía para hablar. Después hablé con il capocannoniere por teléfono y lo encontré de maravillas. Al oírlo, ya en la voz se le notaba un repunte anímico increíble, con el vigor que lo caracteriza, contándome de las mejorías en la salud, por lo que me dejó muy contento.

Al rato empezó la cerbatana de mensajes vía whatsapp. Y entre ellas, lo más rescatable, fue un cuento que me envío el Ingeniero Luiggi a través de un audio. Con su voz grave, interpretando un diálogo -del que no voy a dar detalles- que me gustó. Lo llamativo del asunto, no era la interpretación, que fue impecable como la de un excelente lector, sino que la autoría del cuento era propia, y eso me conmovió porque era inesperado,  además era un buen cuento. Ahora tengo un competidor impensado en la literatura. Debo apurarme a escribir todo lo que imagino, pienso, veo y percibo antes de que otro lo haga por mí y se lleve los laureles de la gloria o los tomates de la detracción de los lectores.

Habría que hablar de solidaridad, como hacen las campañas, para aquellos que esperan afuera en el almacén con temperaturas tan bajas. La gente se queda hablando adentro minutos que pueden ser letales para los que están afuera. Se me hacía larguísima la espera y ya imaginaba que estarían hablando del frío que hace desde que llegaron las lluvias, sin darse cuenta que más frío hace para los que están afuera del almacén. Finalmente, pude entrar cuando una persona salió y no tuve más ingenio que preguntar cómo andaban a los allí presentes, cuestión que derivó en charlas en torno a qué otra cosa que: el frío. Todos nos damos consejos sin que se nos pidan de cómo afrontarlo y nos preguntamos cómo se hace para llevar esta situación. Le preguntaría a mi abogado qué fórmula tiene para ello pero se contagió de covid y está incomunicado. Compré lo que fui a buscar y volví. Vi una publicación que me llamó la atención, que me terminó llevando a encontrar dos editoriales candidatas a publicar mis poesías, por lo que rápidamente me puse en contacto y quedé a la espera de alguna respuesta, aunque el asunto me tiene sin muchas ilusiones por el contexto que parece no ser favorable, según los más criteriosos, para que la gente lea, y nunca lo es. Los momentos de lectura son raptos que el lector, ocasional o asiduo, tiene para “robarle” a otras cosas que le consumen el tiempo del que dispone, según las particularidades de cada uno.

Luego de un tiempo de atenciones, cuidados y ejercicios, vi que todos parecían contentos de emprender el día, y con él la vida, por lo que me desentendí de gente y cosas para atender otras gentes y otras cosas. Uno tiene que desentenderse cotidianamente, es una acción que trae aparejada muchos beneficios. Los hindúes hablan de desapego, pero no sé si a nosotros esa palabra nos dice algo; en cambio, desentender, lo cual no significa descuidar sino todo lo contrario, cuidar y entender que todo puede cuidar de sí mismo dadas las condiciones, me parece que nos dice algo más que lo que oímos de un brahmín. La cuestión es que tuvimos una comunicación visual con El Satélite, como siempre muy jugosa, sin llegar a nada en concreto y siempre yéndonos por las ramas, pasando por la primera película Matrix y el Kybalion que nos dice que la mente es todo, hasta diversas teorías especulativas que llegan a nuestros oídos. El Satélite sabe mucho, de varios temas, pero más que embeberme de su sapiencia me gusta cuando empezamos a divagar en las charlas y se desvían de su cauce natural para entrar en lo especulativo, los delirios con tintes científicos y el viaje imaginario con soluciones chamánicas para los problemas del mundo.

Cuando me estaba yendo por sexta o séptima vez en el día, me llegó la lista de los nuevos ingresos de libros en un reciente descubrimiento de proveedor de libros en la ciudad ( ciudad donde sólo hay una librería con local comercial, dedicada a la venta de libros escolares, principalmente ) y encargué un par, uno de poesía y una novela, que me van a estar llegando en los próximos días. A veces me pregunto por qué entretenerse con letras cuando es más fácil hacerlo con una pelota e incluso tener algún tipo de protagonismo, pero sin buscar respuestas ni justificativos; sencillamente, son cosas que no van por los mismos carriles aunque no opuestos y cada una tiene su cuota de gratificación, de placer, que es lo que nos seduce y nos atrae, y en ellos nos desenvolvemos. Quizás incluso habrá tiempo para escribir las memorias de un goleador o para patear un penal en una cancha de fútbol 5 entre jubilados del rock and roll.

Rafaelle

En su huída… ¿o tal vez fue una caída?, se encontró con un Sustituto. Y lo encontró confortable y cómodo y lleno de virtuosismo; entretenido, voraz y cargado de dinamismo. No obstante, poco a poco, sin que su ser consciente lo notara, sin notar el frío fue perdiendo por así decirlo la palabra, luego por así llamarlo el idioma, luego -por si la tuviera- la voz, quizás sin saber del dolor hasta la carucha. Lentamente, muy despacio como todos los procesos que ocurren dentro, se acomodó al ambiente, se amoldó a la norma, encalló en la horma. Y lo llamó Realidad. ¡Oh Inmaculada Imagen de la Perplejidad! ¡Ahórranos la visión tortuosa donde las almas gimen de espanto y obséquianos la melodía de las mentes luminosas!


Allí termina la historia que aquí se narra, pero no la suya.
Aún perduran rastros de su sombra al caminar. Aún quedan vestigios de su parloteo en el aire. Aún, especialmente aún, amaina el viento cuando siente su paso.

La ventana

Veo el mundo a través de una ventana. Diga mal: veo un mundo a través de ella. Es un mundo de pensamientos, de poses, de broncas, de descargas emocionales; la aparente cercanía que ostentan las redes se traduce en lejanía de las sensibilidades que participan. Es más común sentir antipatías y rechazos que penetrar en el pensamiento de otra persona. Así y todo la gente se lanza a la ventana, se muestra -o muestra un retazo de historia- y espera una gratificación a la belleza, al ingenio, a la sobreexcitación o al poder de seducción. Si el pez muerde el anzuelo habrá pique. No se perciben olores desagradables y eso parece ser un gran avance; tampoco hay rastros de perfumes que perseguir, hemos perdido el olfato de goleador, es un ambiente libre de vahos alcohol y humo de tabaco. El tacto intuye la luz y a ella se encamina: no hay piel que tocar, rostros que acariciar, labios que besar. Eso podrá darse a posteriori de acuerdo a las mareas, la dirección del viento y la virulencia de las olas chocando contra las rocas. Mientras tanto, surfeamos, construimos castillos en la arena y, desde ya, nadamos mar adentro. Hay elogios que se repiten hasta el cansancio, como las acciones de un robot arterioesclerótico; y los insultos son un reguero de verborrea cual sustitutos de trincheras medievales donde las batallas convergen en una guerra de opiniones. Los artistas no tienen cabida ni refugio, más que como mero artificio lógico que les hiciera creer que todos viven en un mismo mundo imaginario: allí cada uno, cada partícipe, hace su propio show, tiene una historia para contar o es un producto en venta al mejor postor y hay muchos espectadores en la tribuna que aplauden o silban, según el caso, alabando o reprobando, según el gusto. Aunque el espacio es redundante ( uno puede llegar a ver diez veces lo mismo en cuestión de minutos ) hay lugar para todos, pues es sabido que este agujero negro iluminado se tragará a quien ose penetrar en sus aposentos. Entretenido, variopinto, vanidoso, formal, opaco, funesto, alegre, colorido, banal, divertido, se lo puede observar como un océano de escasa profundidad: diríamos un charco donde embarrar los zapatos y caminar por sus aguas recorriendo ese mundo que se imprime ante nuestra vista. Pero he ido demasiado lejos con la visión, por lo que corro una cortina ante la ventana, apago la luz, enciendo un cigarrillo y observo, al otro lado de la ventana, una luna virtual sobre el astral firmamento.

Golpeaban la puerta

Dejó de buscar la felicidad entre las cosas, en las iluminadas calles, en la sonoridad de las palabras dulces, entre las gentes felices, en la fugaz imagen, en la frugal ingesta. Se acostó a dormir, después del diurno trajín, y soñó. Soñó una y mil veces que golpeaban la puerta. En uno de esos sueños, se levantó y fue a abrir. Era la felicidad.
Primero espió por la mirilla y vio una sombra. Luego, le quitó el pasador a la puerta y, finalmente, abrió. La felicidad irradiaba. La miró desde la punta de los zapatos hasta la cabeza. Luego, embelesado, le dijo:
-Disculpe, ¿Qué desea?

Adán busca información

En su búsqueda de información, Adán no cuenta con la información con la que ya cuenta. Digamos, él ya tiene una información parcial del asunto ( asunto que no viene al caso en este momento ) y es ella misma quien lo lleva en una dirección, o más bien, lo conduce a completarla, a seguirle el hilo o lo que fuera que lo motiva a continuar en esa línea de pensamiento, en esa búsqueda ( buscar puede ser pensar, o involucrarse en el pensar que, aunque el trabajo lo haya hecho algún otro, lo conduce a pensar o tener en mente algo ya en sí mismo). Bien, decíamos que Adán ignora, desconoce o no le da mayor importancia ni relevancia a la información con la que ya cuenta, que puede ser minúscula o muy vasta, dependiendo del asunto que esté manejando ( asunto que no viene al caso en este momento ) y en el que se esté desentrañando esa búsqueda de completud o de lo que fuera que esté elucubrando. Entonces, Adán se lanza de lleno a la búsqueda partiendo desde lo que indicamos y hacia un destino desconocido, desconocido hasta ese momento para él. Probablemente acude a Google, porque es el buscador más popular, después del cerebro humano, claro está, al menos en innumerables casos, ecuación que podría invertirse en muchos otros donde éste último trabaja peor que los autómatas conocidos pero que aún así, a pesar de ello, sigue en funciones y una de ellas, sino la principal, es la búsqueda ( de innumerables cosas que tampoco vienen al caso en este momento, pero el lector encontrará en sus búsquedas habituales o poco frecuentes, objetivas o insustanciales ). Sin mayor aventura que lanzarse a la búsqueda o porque es justamente eso lo que lo desvela, Adán se tira de cabeza a la pileta de información que la mente humana ( con sus mayores conocimientos, con sus grados de inteligencia y estupidez, con su sapiencia y sus obsesiones ) ha sabido brindar a la humanidad en su mejor versión a través de un mar inabarcable que contiene –no diremos todo – casi todo, pero dispuesto de un modo que sólo es accesible si sabe leer la información proporcionada. Su búsqueda no se limita al encontrar información parcial, sino que se expande con cada hallazgo y, si se torna obsesivo con el asunto ( asunto que no viene al caso en este momento ), la búsqueda no tendrá fin. En el peor de los casos, sustituto. Quizás otra búsqueda inspirada en la anterior. Para resumir, Adán cree con el hallazgo, con lo que encuentra, que la búsqueda se ha completado y, de momento, se da por satisfecho.
No sabe, no lo tiene en cuenta o no le da mayor relevancia, al hecho de que la información con la que ahora cuenta es la base de búsquedas subsiguientes, cuando el cerebro en el trajín comience a buscar y, de pronto, Adán se encuentre navegando en los resultados de Google con tan sólo una cadena de palabras.

El increíble caso del doctor Bloom

La inspiración viene y va en una danza narcótica que me hace deletrear estreno, en cada serie, anagrama de Ernesto, deudor serial. Como he dicho por allí, a leer se aprende leyendo, interpretando, descifrando y reinterpretando como un actor su papel, la lectura, lo que el texto presenta como un desafío. Reincido en la lectura como tema de escritura, cual si fuera un anatema de la época, prescribe la libertad y el maniqueísmo lector, se bifurcan los senderos del jardín y uno debe tomar una decisión, pues es nuestro deber ser resolutivos, darle fin a la tonada y no quedar inconclusos ( esta redundancia –puesto que todo lo que comienza ha de tener un final- queda como un exabrupto propio del cambio indispensable de voz en el relato ante la atenta mirada del lector voraz que ha de mantener la compostura cuando el mismo se rebele a la doctrina gramatical del bien decir y escape de los carriles que le señalaban andar trechos ya recorridos por reconocidos escritores para “hacerse camino” y explorar los surcos que el hombre no ha pisado, no por escasez de curiosidad o carencia de espíritu aventurero, sino porque todo ha de estar alambrado con el cartel retén de “propiedad privada” que los priva de aquello ) ya que ello presentaría una indecisión ruda, una suerte de duda pragmática librando al azar o al destino -que están claramente diferenciados por la Real Academia Española de Letras Arábigas y Números Primos Incaicos en su apartado “Nociones relativas al absolutismo semántico” de la treceava edición, revisión cuarta, por lo que nadie puede presentar formalmente una queja aduciendo no saberlo- que le depare una especificidad en la comprensión lectora de tales enunciados, denunciando crudeza en sus actos y finales abiertos, plagados de omisiones y falaz verosimilitud que tragaríamos con mucho gusto a sol y a sombra, si la sensación térmica no fuera un decreto presidencial contra la debacle cultural que supondría la batalla diurna de palomas y loros barranqueros al momento del baño templado, en horas frías. Esto, dicho así, puede pasar por alto muchas cosas, a saber:
-La necesidad de hacer todo entendible para un garbanzo.
-El deseo de comunicación lúdica con la espora.
-El intercurso sexual de la creatividad que da luz al brote textual.
-La capacidad de lector para compenetrarse con la historia.
-La penetración de la historia en la mente.
-El vuelo apoteósico que recorre la lectura en la claridad.
-La necesidad de claridad para pintarrajear conceptos maculados.
-La inmaculada concepción de la obra artística de fruta abrillantada.
En síntesis y resumidas cuentas, nada en literatura, chapotea en garabatos literarios con la excusa de sacudirse la modorra y escaparle a la siesta, festival criollo al que asisten los valientes herederos del mundo.
Como les iba diciendo, la inspiración no llega en todas sus vertientes: como musa, como energía, como palabra creadora, como ansias de colmar de letras una hoja en blanco a fines comunicativos. No señores. Llega en alguna de ellas o en vano resulta la espera. El doctor Bloom me dijo:
-No hables con tus lectores, los confundes no con tus palabras sino a unos con otros, piensas que John Carridge es Eleonor Rusvelt o crees que Pía Maroja es Mariquita la piojosa, y eso –para el lector- es un absurdo, una ridiculez también. La deificación del escritor es cosa de siglos anteriores, donde la gente carecía de tamaña imaginación ni tampoco había o existían los estímulos actuales.
-La edificación de conceptos rutinarios tiene cimientos endebles, nadie construye castillos en el aire para habitarlos. –retruqué.
-Su caso, aunque insólito, es alentador. Como podrá comprobar, la cantidad de visitantes de un videoclip pueril y vergonzoso en promedio es de dos millones, incluso hay quienes repiten la visita tres y hasta cuatro veces, lo cual nos dice mucho, no ya del videoclip que podría prometer el oro y el moro, sino de los indirectamente afectados. Si trasladamos la estadística a lo estrictamente literario, el promedio nos da que el diez por ciento de los seguidores son –a su vez, o al mismo tiempo, o en su defecto- lectores. De ahí a que lean lo suyo media un abismo de contextura tersa, de manto lúgubre y, por si fuera poco, del orden virtual. Esto sin dudas quiere decir que el carisma que detenta la pieza artística no seduce –por más ahínco- como lo haría una obra pictórica, ni mucho menos una pieza musical.
-Estamos hablando el mismo idioma, con diferencias extáticas. –le añadí a su verborrea.
-En tanto, una azafata de línea de bandera alterna su atención con la coquetería, manteniendo a los viajeros en estado sereno y complacido. Su texto, no logra conmover ni hacia el llanto, ni a la ira, ni a la codicia, ni al contrapunto, ni siquiera llega al esputo que derramaría sobre la hoja un ojeroso cansado de lidiar con él. Pero, hete aquí, ese es un punto a favor, ya que verá el ranking de ventas, por ejemplo el de este mes, y tenemos entre los títulos más vendidos a gente del orden del plioceno, meramente adaptada a la tecnología actual, con tintes de verdulero amaestrado.
-¿Entonces, doc?
-Crear y crear, esa ruta vertiginosa que no reposa, es un camino de idas y vueltas, de ideas y volteretas, de idus y volteos, donde la emancipación de la palabra está al caer. Y, llegado ese punto, caduca la comprensión por lo que habría que resguardarse, colchón adentro, del bravo mar existencial, inmisericorde con la pereza, la dejadez y la habladuría. Y por hablar nomás, llegamos a la conclusión de que todo lo que tiene un comienzo ha de concluir, así sin más, por demás.
-Entiendo…
El doctor Bloom tiene la capacidad de dejarme pensando por horas. He pasado noches pensando entre sueños en sus palabras. Es más, sus palabras daban por nacimiento a diversos sueños entretenidos. Es raro sacar conclusiones, ni apresuradas ni meditadas. Si bien es claro que lo que dice el doctor es cierto, por momentos a algunas cosas me niego a ponerle fin.

La crítica mordaz

Y ese libro era la prueba viviente de la vacuidad. Sí, considerábamos que estaba muy bien escrito pero no decía nada; por eso admitíamos que el vacío cobraba vida tanto en la observación como en la lectura. Era una vulgar forma de decir que lo habíamos leído, incluso con entusiasmo exagerado, premonitorio de la alegría que nos otorgaría el hecho de terminarlo de una buena vez y sacárnoslo de encima. Pero basta de hablar de lecturas que a nadie le interesan, ellos estaban interesados en sagas, rezagados a la hora de la serie donde los muertos sobreviven, y pierden la cabeza como unos cuantos ciudadanos a la hora de emitir opinión. No, no era eso lo que esperaban los lectores sino dramatismo, sensación, espectacularidad. Eso, espectáculo, un espacio donde aplaudir, gimotear, gritar y morirse de espanto, perdidos en la soledad de la lectura, en la admonitoria vivencia del batir de palmas, de la euforia, del ronroneo del gato sobre la falda o al lado del sofá. Nos preguntábamos por el énfasis que hacían grupos de lectura por convertir tal actividad en un supremo atractivo de masas, en un elegante motivo de reunión pública anunciada como un evento de magnitudes desproporcionadas, de imaginaria psicodelia popular que sólo encaramaban unos pocos y obcecados contendientes cuya transversalidad a la hegemonía tecnológica era capaz de irrumpir contra todas las tendencias que vigorizaban el poder de la imagen sobre la palabra. En resumidas cuentas, el autor no creaba otra cosa que imágenes a través de la palabra escrita y competía, desde ese ángulo, por la atención de aquellos seres perplejos, complejos y horizontales que se disponían a pasar un buen momento, lo cual no siempre lo conseguía, según sus estimaciones, la apreciación de su labor, y la consecuente bipolaridad que acechaba sus estados anímicos. No obstante, ellos se divertían en tanto que nosotros arremetíamos con suspicaz crítica cobrando suculentas sumas por el  entramado verbal que no hacía otra cosa que despertar la voracidad lectora entre los que nos seguían por morbo, raptos de inteligencia o somera curiosidad.

Mientras espero

-¿Qué pasa, compañero? ¿Se ha quedado sin inspiración? -Me dijo el hombre, vestido con su uniforme militar, que me había estado observando cabizbajo con un lápiz en la mano golpeando repetidamente sobre el papel.
-Puede ser, camarada –dije-. ¿Acaso sabe usted cómo combatirlo?
-Claro que sí. Hay que llamarla implorándole su aparición. Algunos dicen que es cuestión de sentarse y que ella vendrá. Otros hablan de dejarse llevar por ella ni bien se hace presente. Yo tengo una fórmula que nunca falla.
-Pues debería facilitármela, camarada. –dije, mientras observaba las insignias en su uniforme.
-Con mucho gusto, pero me temo que no será gratis.
-¿Así que la inspiración ahora tiene un precio?
-Como todo. Ni siquiera hablar es gratis hoy en día. El llamado a la inspiración también tiene su costo.
-Ya me parecía que tanta amabilidad no podía ser sin ningún interés.
-¡Vamos, compañero! ¿Quiere saber de qué se trata o prefiere quedarse con la espina?
-Tengo curiosidad por saber, pero no tengo demasiado dinero. ¿Cuánto me va a costar?
-Para los resultados que brinda, su costo es ínfimo. Su nombre es ideina. Vea, compañero. –me dijo el hombre dándome una de las píldoras.
-¿Ideina?
-Sí. Tiene los componentes activos que propician la aparición de las ideas. Viene en dosis de 200 y 500 miligramos, para cuando no surge nada.
-¿Se toma así nomás esta… droga?
-Oiga, no tiene por qué hablar con ese desprecio. Ideina ha salvado la carrera artística de unos cuantos. Si le nombrara, se quedaría pasmado.
– Entiendo, ¿me podría dar algún ejemplo? –dije por curiosidad.
– Roberto Fontanarrosa hubo un tiempo en que no podía crear sin ideina.
-¡Qué bárbaro! El negro, no lo puedo creer. Tan ocurrente…
-¿Vio?
-¿Cómo es que no supe de esta píldora antes?
-Compañero… ¿qué esperaba? ¿Un anuncio publicitario en la televisión?
-No, claro que no. Qué cómico sería. Y… ¿tiene alguna contraindicación tomar esta píldora?
-Quien la tome puede sufrir mareos, vértigos, diarrea y/o alucinaciones en alguna que otra medida.
-¡Qué problema si viene la inspiración junto con algo de eso! ¿No? Habrá que ir al baño con una libreta y lápiz. ¿Cuánto dura el efecto de la píldora?
– Son cuatro horas de inspiración ininterrumpida. Bueno, compañero, ¿va a comprarla o no?
-Estoy indeciso… bueno, deme dos.

Le pagué al general por las píldoras y debo decir que no me resultaron para nada baratas. Tomar una de esas píldoras iba a hacer que lo piense dos veces al menos. A decir verdad, no tenía miedo tanto por el costo sino más por la adicción a la que podía caer. La inspiración… ¿cómo decirlo? A veces no viene. Entonces uno se sienta y escribe cosas que bien podrían haberse no escrito. Que no valían la pena, como muchas de las cosas que todos en mayor o menor medida hemos leído hasta acá. Y bueno, tenía la esperanza, siempre la esperanza en nosotros, de que con esta pildorita podamos sortear el problema de la inspiración. Pero no. Me tomé una y me senté a esperar. Se me ocurrieron varias cosas, pero era más de lo mismo: alienígenas de visita a la Tierra que le enseñan el sentido de la vida al ser humano, el hombre solo ante la inmensidad del universo descubriendo todos los secretos del ser, la mujer que deja al hombre en nombre del amor a otro hombre se da cuenta de que el amor es un juego vanidoso, historias de amor en parejas adolescentes capaces de conmover a un hombre mayor, viajes interplanetarios del hombre en el futuro gracias a los avances tecnológicos descubriendo nuevos mundos en los cuales desarrollar la vida humana, la historia de un hombre que descubre el amor a través de sus hijos y amistades prescindiendo del amor por una sola mujer, gente que fabrica pastillas que producen efectos insólitos en sus consumidores, en fin, más de lo mismo. Así estuve cerca de cinco horas sin que se me ocurran cosas nuevas diferentes a las de la inspiración habitual y pensé que nuevamente había caído en una estafa. No sería la primera vez. Esperemos que sea la última. Todavía me queda la otra píldora. No creo que la tome, estoy decepcionado sinceramente. Además me asusté un poco cuando se me apareció Sor Juana Inés de la Cruz montando un caballo blanco y me dijo: subí que te llevo a dar el mejor paseo de tu vida. Me parece que voy a seguir esperando que la inspiración llegue de manera natural. Si bien, sé que hay cosas que no se compran, a veces, caemos en la tentación de probar para ver qué pasa… y nada, les narro la experiencia para que no caigan en la trampa como me tocó caer a mí.

El beneficio de la duda

No saber qué va a pasar, como si algo pasara, tiene sus beneficios. Eso me decía Ahíto cuando le preguntaba acerca de nuestras excursiones, acerca de qué esperábamos encontrar, filmar, fotografiar u observar, sencillamente.
Salimos un viernes de abril y en el baúl cargábamos, entre telescopios y cámaras, la heladerita llena de cervezas. Recuerdo que atravesábamos la tarde cuando estábamos llegando al monte Pirámide, en el cordón serrano de las pampas. Junto con Véctor, los tres ascendimos al mismo hasta que nos encontró la noche, allá en lo alto.
-Ya estuve probando jonca –dijo Véctor, siempre dramático-. El M me queda chico, y según me dijo un médium de confianza, al más allá hay que viajar cómodo. –enfatizó- Así que ¡Vamos con el extra large!
-¡Cortala, boludo! –le paré el carro- Lo único que te queda largo son los años por vivir.
-Y si no es en el más allá, será en el más acá, otra vez. –añadió Ahíto.
-Ustedes no tienen sentido del humor, se les avejentó el espíritu.

Las primeras cervezas refrescaron nuestras gargantas. Ahíto colocó un telescopio sobre el trípode y comenzó la observación. ¡Era una noche magnífica! El cielo se puede apreciar en todo su esplendor en espacios abiertos, tanto que impresiona. Divisó un avión que surcaba los aires y le pedí que me dejara observar. Pude ver a un anciano vomitando con claridad. O lo intuí. Estrellas fugaces caían al norte y al oeste. Al otro lado, se mostraban algunas pequeñas nubes que impedían, momentáneamente, vislumbrar la Cruz del Sur.

Después Véctor se puso a boludear con el telescopio. Miraba el auto allá abajo, las luces de la ciudad a lo lejos, los vehículos que iluminaban la ruta…
-La próxima excusión es de pesca. –dijo, ya cansado.
No pasaba nada, solo la refrescante amargura de la cerveza por nuestras gargantas. Ninguno, ni siquiera Ahíto, esperaba que pasara algo, no éramos espectadores privilegiados de algún suceso. Era una noche de abril ( ¿Era abril?) que todavía no había traído el frío, eso explicaba las cervezas, la charla y el cielo despejado, una ventana abierta, indescifrable, para nosotros. Había dicho que era viernes pero la noche me permitió, al menos, dudar. Ante nosotros se desplegaba un calendario novedoso que nada tenía que ver con el gregoriano. Véctor vio una luz descendiendo sobre el campo que le llamó la atención y Ahíto se hizo cargo del telescopio, mientras me pedía que preparara la videocámara.
Aparentemente, la distancia del objeto de observación era de unos tres kilómetros y medio. Ahíto nos narraba lo que iba viendo:
-Una especie de avión plano… dos luces… hay movimientos. Aterrizó en el empedrado viejo.

Había en ese lugar un camino antiguo, abandonado por el gobierno, que atravesaba las rutas paralelas del cordón serrano. Nadie lo usaba, estaba muy estropeado por los años y la dejadez.

-Descargaron algo…cajas. –proseguía Ahíto.
Véctor y yo nos miramos con asombro, el asombro propio de esas situaciones que suceden, cuando nada pasa. La noche cobraba intensidad. La noche, la apacible noche, entraba en una fase de actividad neuronal.
-Se van. –nos dijo Ahíto. Y vimos despegar la aeronave en sentido opuesto al que la habíamos visto aterrizar sobre el empedrado.
Los tres nos pusimos a debatir qué acción emprender. Sentíamos total curiosidad por verificar lo que había sucedido. Ahíto decía que las cajas estaban allí, las habían dejado, lo cual nos inquietaba un poco. Resolvimos que teníamos que ir al lugar. Las opciones que teníamos eran dos: en auto, bordeando el cordón serrano, por ruta hasta llegar al empedrado; o caminando, atravesando el campo, bajando del monte Pirámide. Con la primera opción, estimamos, tardaríamos dos horas; la segunda, que fue la finalmente decidimos, menos de media hora.
Véctor se quedó a guardar los equipos, los telescopios y las cervezas que quedaron, en el auto, mientras Ahíto y yo emprendimos la misión, sólo con la videocámara y linternas.
En el camino nos asustamos cuando se nos apareció un pequeño zorro a unos metros, que quedó filmado con nitidez, para luego salir huyendo entre los pastizales. Cruzar una zona de cardos espinosos fue lo más complicado de la travesía. Estábamos a pocos metros del empedrado cuando Ahíto me pidió que filmara.
Finalmente, llegamos. Estábamos a unos doscientos metros de las cajas, según había estimado él. A medida que caminábamos las pudimos ver. Eran entre ocho y diez cajas, grandes, del tamaño de una motocicleta cada una.
Mientras no dejaba de filmar con intensa curiosidad, Ahíto con un cortaplumas abrió una. Lo que había dentro nos desconcertó. Entre blancos y rojos, pudimos leer claramente “Marlboro”. Rápidamente, abrió otra caja que estaba a un lado, para un resultado lapidario: “Phillip Morris”.
Me pidió que dejara de filmar. Bajé la cámara y la guardé en el estuche. Luego me la colgué al hombro, al tiempo que Ahíto abría otra caja.
-Camel. –dijo, yo había quedado un poco atrás.- Es un cargamento de cigarrillos.
-Podría haber sido peor. –le dije. Ahíto entendió.
-Vámonos antes que vengan. Esto se puede poner feo.
-Sí, mejor rajemos.
La llegada de un Vespa al empedrado desde el oeste no nos dio tiempo siquiera a poner los pies sobre el campo. Con las luces altas, atiné a responder con la linterna. Una figura desgarbada se bajó del auto, que mantenía las luces encendidas y el motor en marcha. Parado al costado del mismo, preguntó quiénes éramos y qué hacíamos allí.
-Bueno –respondió con displicencia Ahíto-, es un poco la pregunta que nos hacemos todos.
-¡Vamos! –retrucó la voz metálica y aguda- ¡No se hagan los tontos! Querían los cigarros.
-No, señor. Vinimos por curiosidad. –le dije sinceramente- No sabíamos con qué nos íbamos a encontrar.
El tipo bajó las luces y apagó el motor. Caminó unos pasos hacia nosotros y lo iluminé con la linterna. Tenía una cabeza triangular, de color verduzco, y en el centro un ojo pequeño. Vestía un sobretodo que le cubría toda la piel. No pude ver sus manos hasta que nos amenazó con un arma. Eran escuálidas.

-¡Lárguense! –nos indicó.
Comenzamos a andar, campo adentro, cuando nos llamó nuevamente.
-¡Un momento! Dénme el bolso ese. –se refería al estuche con la videocámara.
Se lo arrojé resignado. Caminamos otra vez, atravesando los cardos espinosos, y ya desde la espesura miramos hacia atrás, observando la sombra del tipo, subiendo el cargamento al carro que arrastraba el Vespa.
Ahíto había quedado enmudecido. Bordeamos el monte Pirámide, ya muy cansados, hasta llegar al auto. Véctor bebía cerveza, recostado sobre el capot.
-¡Muchachos! ¡Creí que los había raptado un marciano! ¿Qué vieron? ¿Qué había?
-Si te lo dijéramos, no creerías. –le dije con fatiga.
-¡Vamos! Concédanme el beneficio de la duda.
-Cigarros. –dijo Ahíto por fin.
-¿Cigarros?
-Es hora de largarnos de acá.
-Ya les dije, la próxima excusión es de pesca. –sentenció Véctor.

Aquellos que todo lo saben

Escribo para que no leas, leo para no escuchar, escucho para que no hables y hablo para poder callar. La gente sólo escucha lo que quiere escuchar, hay un deseo previo que antecede al orador y si éste nos complace, le prestaremos atención; caso contrario, hay mucha gente hablando.
Eso decían los visitantes interplanetarios de nuestra Tierra: es un lugar con mucha gente que habla. Poco decían del lugar, el lugar era precisamente la gente, las estructuras pasaban a segundo plano y los paisajes poco llamaban la atención de aquellos, que sólo se interesaban en gente. En fin, como nosotros, que nos envolvemos en frazadas hechas de cuerpos, ideas y sentimientos cuando tenemos frío y nos zambullimos en mares hechos de cuerpos, emociones y pensamientos cuando hace calor. Y dicen –bien- que la sal cura las heridas, mas nosotros no estamos heridos, estamos más bien como Stella: Artois. Y quien se adentra en la lectura puede salir malherido o, al menos, todas sus concepciones previas corren el riesgo de hacerse añicos o, al menos, de encontrar otro enfoque, una vuelta de tuerca al punto de vista arraigado. No así aquellos, que todo lo saben. ¿Y por qué vienen? Sencillamente curiosidad.
Uno de ellos, alto, robusto, semejante a un pívot de básquet, blanquecino, parecía dirigir la comitiva con ademanes bruscos hacia la tropilla, pronunciando toda suerte de sonidos ininteligibles para mí. Los demás asentían, o eso era lo que me parecía desde la observación atenta que hacía de la situación. De repente, el grandote subió y los demás arremetieron con furia por la escalinata detrás de él, casi atropellándose los unos a los otros. Serían no menos de veinte, con indumentaria de colores parcos y oscuros, a rayas. Luego de un leve sonido agudo, comenzaron a crujir las hojas secas y los troncos sobre los que se asentaba el navío, que en un rápido despegue se alejó de mi visión, perdiéndose en el horizonte en breves milisegundos.
Todavía me pregunto por qué no me habrán querido llevar y optaron por dejarme sin la compañía de mi amigo Fermín. Él descreía de estas cosas, al punto de tacharme de loco cuando le hablaba de las apariciones que hacían en uno u otro punto del espacio terrestre, cuando le mostraba los archivos desclasificados de la NASA que daban cuenta de valiosos testimonios de su llegada o de las misiones que se filtraban a través de radios que interceptaban su mensaje y habían podido decodificar. Fermín, más Dios que ateo, sólo creía en la verdad, libre de ambigüedades y de contradicciones culturales. Tal vez mi perorata haya sido capaz de inocularle la duda en tales ámbitos, no lo sé, tal vez. O quizás de tanto escucharme quiso obtener algo en mano que no pudiese refutar y a las pruebas me remito ahora él está… bueno, vaya uno a saber dónde se encuentra Fermín.
Por lo pronto, espero que se encuentre bien. Aquí lo espero para que me cuente, con lujo de detalles, la travesía sideral.

El trovador baqueano poetiza el cenit

Mediodía sobre la ciudad, sobre el césped castigado por la bordeadora, sobre los árboles que dan vida a lo que le falta. Aquí nada sobra, nada está de más, nada es por demás demasiado poco, por supuesto mucho. El calor no es agobiante en otoño como en enero y las veredas ya despliegan sus mantos de hojas secas que crujen ante mis pasos, frente a cualquier paso, cansino o ligero, cobarde o austero, que pregona movimiento torpe o sutil, elegante o tosco, dándole tintes de colores intensos al gris predominante. Las casas pierden su color también, las pinturas que cubren las fachadas se decoloran precisamente en abril o principios de mayo, coincidente con la llegada de las lluvias, justo cuando aparezcan insectos y especies amantes de las bajas temperaturas y de la degradación ambiental. Por si fuera poco, es poco, y como mucho, debería ingerir menos alimentos. Pero es entendible o al menos intento entenderlo, al menos, es atendible, por lo que presto atención, a interés compuesto. Lo daríamos por supuesto si no fuera cierto, si el cenit no fuera momentáneo y sucedáneo, día tras días, tras la noche, y nadie ya le llevara el apunte, ni siquiera las sombras que atestiguan. Pero ahí están, como contraposición a la luz interceptada por objetos, algunas moviéndose displicentemente, otras estáticas. Veo estatuas cansadas de estos tatuajes, veo estatutos que dictan dónde distribuir los frutos de la riqueza, bien lejos de todo indicio de pobreza o ligereza que atente contra el progreso tecno, que tanta luz ha arrojado más que nada sobre los ojos. Y más que nada, todo. Me pregunto a qué le llamaré el todo sino al cosmos, aquello que todo incluye: cerdos, gavilanes, mujeres y lunáticos, trofeos y fanáticos, espadas y ensaladas. ¡Bah, puros berrinches de berretín! Tanto aquí como allá, hay mediodía, al menos tenemos esa certeza, verdad de Perogrullo. Pero, ¿Qué pasaría si…? No, no es posible pensar qué pasaría si, ya que evidentemente no. En qué extrañas formas se desenvuelve el pensamiento cuando el cenit atraviesa nuestros huesos, en qué rarezas se desentrañan los sentimientos cuando el alba ha dado nacimiento al mediodía, al trajín y al ajetreo, a la parsimonia, al letargo, a la siesta y a la prisa interrumpida repentinamente por legislación. La maquinaria retrasa el momento de ponerse en marcha, quizá por escarcha, tal vez por frío polar, demora su plan-plan, atenta a la excentricidad y a la excepcionalidad que se torna norma, devorando tradiciones y costumbres arraigadas. Particularmente, nada me resulta irrisorio cuando río bajo la corriente. Hoy no hay misa, ni ayer ni mañana, y no hay dioses rezando en el Purgatorio.

Buenos aires

Con sesudas reflexiones se va purgando el ambiente, se libera de impurezas, de las partículas de pensamientos retorcidos que expelen los caños de escape de los colectivos, automóviles y camiones; también de las motocicletas a vapor que lanzan humeantes sentimientos de rechazo al mundo moderno con sonoros rugidos de puerco espín. En las calles todo sigue igual: los gorriones buscan alimento desde bien temprano el amanecer y hacen migas con palomas, mientras los chimangos posan sobre los postes del tendido telefónico acechando algún resto de carne que dejen los perros, que son los amos del vecindario, con respeto al peatón y desconfianza de todo tipo de carteros, ciclistas y cartoneros. Y que no se le ocurra pisar las veredas a un rengo, porque va a tener que recordar lo que era correr con el atropello canino de estos ejes de la discordia. En concordato y a tono con el movimiento de los vehículos que atraviesan la avenida y cruzan las callecitas del barrio, los que realizan el reparto de mercadería, luego de escupir, se sacan la tensión que les provoca la rutina con la descarga física de energía al bajar las pesadas cajas y cajones desde los acoplados. No hay parejas ni enamorados caminando de la mano, ni niños corriendo o andando en bicicleta, no hay pelotas rodando ni gente grabando en los celulares. ¿De qué se trata todo esto? La normalidad perdió todos sus velos y se muestra desnuda, delgada, raquítica, afeada. Si uno no la conociera, probablemente se la confundiría con la muerte despojada de túnica. El aire es más limpio de lo que he dicho; basta con respirar profundo para vivir eternamente o hallar la fuente de la juventud, tan huidiza en las memorias de los literatos. Pero, ¿quién quiere juventud? La regresión es una perversión de una mente cansada, agotada, saturada de placer, como el que da la luz del día tras el crepúsculo rosado, ocre, amarillento, anaranjado que vaticina que el día llega cargado de bendiciones, y que el pesado sueño parece desdibujarse ante la aparición. Quién diría que la luna se apaga, así nomás, como un acto simple de delicadeza y reverencia. Salud. Y vida, desde ya, vida es todo lo que hay. No basta con hacer menciones a las frases que, recortadas con decoro, simulan reflexión, no, no basta. En el ambiente, bañado de silencios, un emoji vale más que mil palabras.

Fotografía de Jorge Guardia

Donde pongo la atención

Esta tarde, un pensamiento me hacía feliz, hasta que de repente llegó otro a ocupar su lugar que me entristeció bastante; sin embargo, detrás, otro se acopló para excitarme, lo quise retener pero fue desbancado por otro que me enfureció; no obstante, otros pensamientos me dieron algo de calma hasta que apareció otro que me preocupó un poco. Algunos acontecían sin reacción de mi parte, tan sólo los veía pasar sobre mi cabeza.

Y así se sucedían los pensamientos, uno tras otro en el tiempo y el espacio, como distracciones de la atención sobre diversas cosas, como moscas volando sueltas en un establo, hasta que me dormí sin saber en qué estaría pensando.

Tubérculos

Me salió un tubérculo en el medio de la cara. Ahí justo debajo de los ojos, por encima de la boca. ¿Qué hacía ese tubérculo incrustado en el rostro? ¿Cómo había llegado a asomar sin que antes siquiera lo intuyera como un grano o alguna imperfección? Qué distraído soy. Era como tener una papa, una batata, colgando de frente. La quise retirar, con cuidado de no dañarme, pero era imposible, estaba literalmente adherida al rostro. La examiné con cuidado y observé que tenía dos orificios por debajo, realmente una rareza. Me lavé bien el rostro para detenerme a pensar qué podía hacer con ese tubérculo. Lo seguí observando con sigilo, cuidadosamente. Tenía entendido que los tubérculos proliferaban en buenas condiciones ambientales, ¿y si me seguían apareciendo otros en el rostro? ¿Cómo me miraría la gente si tenía la cara llena de tubérculos? Me llené de pasmo.
Estaba decidido a consultar un doctor, cuando recordé que en la biblioteca tenía un libro de anatomía lleno de polvo. Me puse a leer y luego de horas de investigación llegué a la conclusión de que el tubérculo no es otra cosa que una cosa misteriosa llamada ´nariz´, cuya función es respirar y percibir los olores.
Y así lo hice, respiré profundo, con un poco de alivio. Por un momento me sentí una huerta orgánica.

Un hombre bosteza

Un hombre bosteza en la parada del colectivo. Estira su mandíbula a más no poder. Bosteza largo y tendido, pronunciado y extendido. Bosteza como modo de protesta ante la tardanza del servicio público, bosteza como una queja ante tanta espera que la vida en sociedad le propone. Bosteza para no llorar, bosteza para no insultar. Un método válido, bostezar cuando algo no sale como esperamos. Bosteza mostrando los dientes, la lengua, la campanilla. Bosteza porque no tiene otra cosa mejor que hacer. Bosteza y, en un descuido, se le cuela un gorrión en la garganta.

Escritora XXII

Éntre sus conocidos nadie leía ya. Había quienes, luego de la época escolar, habían llegado a cierto hartazgo por la lectura y ni siquiera la tomaban en cuenta como recreación. Para el resto, mayoría, no le llamaba la atención ante tantas distracciones y entretenimientos más ´fáciles´ de consumir, ya que la lectura implicaba cierto esfuerzo.
Pero Clara Migno creía, intuía, o al menos deseaba que más allá de toda esa masa de gente uniforme en ese aspecto que rechazaba la lectura, había quienes esperaban y sentían el impulso de leer, por lo que era a quienes apuntaba cuando se sentaba hora tras hora a escribir sus más nobles pensamientos. Es decir, era un tiro al vacío, lanzar una botella al mar esperando que en alguna isla desierta, alguien, un náufrago solitario que aún conservara la capacidad de leer, la recogiera y leyera sus textos.
”Escribo para mí”, se mentía a veces, “para leerme”. Ella buscaba explorar la comunicación en sus vertientes más profundas que en lo cotidiano no encontraba forma, o quizá medios para hacerlo, ya que cada quien seguía como burro a zanahoria sus pensamientos, y no los de otros. Entonces, sabiendo esto, se preguntaba por qué alguien habría de hacerlo a través de sus textos, de su obra literaria que se expandía en número y florecía en calidad. Tenía inquietudes que, por momentos, la paralizaban.
No obstante, era tal vez eso lo que mantenía vivo el impulso de escribir: lo desconocido. No saber quiénes llegarían a leerla, ignorar si entenderían lo expresado, desconocer si sería de su agrado o si le serviría como un puente para cruzar abismos o como alas para surcar el cielo. Ella escribía, como quien planta un árbol en tierra lejana y le deja el crecimiento a las lluvias y la fructificación a las estaciones; los frutos los saborearía alguien con quien quizá Clara nunca cruzara dos palabras.
Escribir en la pluma de Clara tenía tanto de misterio como de conocimiento, era una mezcla de sensaciones que convergían y divergían desde y hacia distintos puntos no localizables, salvo en su mente, su sexo, su corazón y, desde ya, sus manos y sus ojos, esos oscuros ojos negros donde uno se podía perder con sólo mirarlos.
Su razonamiento era el siguiente: un texto ya no es un lugar de morada, un lugar para estar, para un lector; mucho menos lo es un libro, un blog, etcétera. Un texto es un espacio donde el lector pasa y, dependiendo de su apertura al mismo, degustará, saboreará o se podrá llevar algo, por muy efímero que le resulte. Pero, pensaba, el texto no es algo inerte como un trozo de cartón, sino que puede llegar a tocar al lector en uno o varios aspectos. De eso se trataba la comunicación, el arte, la literatura, de llegar. Por eso Clara Migno seguía insistiendo a pesar de los intentos del mundo que la llevaban a desistir, una y otra vez, en su impulso natural, o cultural si se quiere, por escribir, por narrar, por describir, por contar, por darle vueltas a las letras, hilar caminos de palabras y estampar, con tinta o color, oraciones que le dieran –al menos- la sensación de que escribir tenía un valor que sólo el lector, tan escurridizo como pez entre sus manos, podría apreciar.

Instinto lector

Terminó de leer el libro y quedó exhausto. No lo agotaba leer, sino penetrar en una intrincada mente como la del autor de ese libro, particularmente ese y no otros que le habían resultado tan ligeros, de una lectura que podía alternar con música, alguna conversación o, incluso, la televisión encendida de fondo. Pero en esta ocasión, se detuvo varias veces preguntándose a dónde conducía la narración, intentando adivinar, o tal vez descifrar la trama.
Lo intentó sin logro alguno. A medida que avanzaba en la lectura, saboreaba las frases más sobresalientes y degustaba las escenas tanto rutilantes como las más comunes, todas tenían ese toque maestro que las destacaban.
Sin embargo, llegó el final, como era una obviedad para todo libro. En este caso no habría continuidad, el autor había fallecido hacía veinte años y ese era el último que le faltaba leer. Algo le decían sus letras o, al menos, le hacían pensar. Nunca resultaba ileso de esas lecturas, siempre en casos así había algo que se desmoronaba desde las alturas y había, a su vez, algo emergiendo nuevo, fresco, desde lo más profundo de sus ideas.
Le quedaba como opción, como alternativa ante la falta de nuevas obras del autor, buscar un hilo conductor transitando lecturas del género que le aportaran la saciedad que le había dado ese libro en particular.

QEPD

Había tomado por costumbre mirar, en el diario local, las necrológicas. No lo hacía nomás por curiosidad sino porque esperaba alguna reacción de mi parte al ver mi nombre escrito allí, con una fecha de caducidad. Era una motivación con poca sabiduría, pero me entretenía. El tiempo era arena entre mis dedos y sospechaba que cierto día, no muy lejano, llegaría a su fin, la guadaña tocaría mi puerta y ya nada sería lo que fuera hasta entonces. ¿Y qué era hasta entonces? Poco más que lo hasta allí conocido. En principio, no es que lo esperara con deseo o lo rechazara por temor. No. Mis cartas ya estaban jugadas, sólo era cuestión de que el croupier pagara la apuesta o me dejara en la calle, de los dos lo uno. No temía perder, pero me intrigaba saber. Ese era el punto en cuestión: saber. Había dudas e inquietudes que no se habían despejado.
Hay un dicho que dice que la curiosidad mató al gato, pero si no tuviéramos el instinto de curiosidad seríamos sólo un tronco de madera que deambula insensible y sin voluntad como mera subsistencia de las especies más bajas. Seríamos una especie de gusano vestido de frac.
Mientras tanto, sigo esperando y curioseando a cada momento. Por lo pronto ya tengo tallado el epitafio en la lápida para dejar constancia de mi legado. Dice Nicasio, mi nombre, junto a mi apellido y debajo la leyenda: «Aquí ya sé», con la que espero sembrar la curiosidad en la posteridad.

El venado

Mientras bebía un café, Arturo leía las noticias del día anterior. Entre ellas, una hablaba de la muerte de un policía que accionó su arma sin querer mientras la limpiaba. Al revolver la taza, Arturo observó una mosca que se paró en el borde de la misma. Esta tenía dos cuernos que sobresalían de su cabeza y él, lejos de espantarla, la contempló. Una rareza de la naturaleza, pensó. Levantó la taza para beber y el insecto huyó volando. Tras permanecer leyendo varias notas periodísticas, terminó de beber el café y llamó al mozo para pagar. Cuando éste se hizo presente, Arturo observó dos protuberancias en la frente del empleado que antes no había notado. Intentando ocultar con disimulo su atención, pagó por lo que había consumido y se marchó. Al salir, un perro le movía la cola jugando con una rama. Arturo la recogió y se la tiró lejos. El can pronto volvió corriendo y cuando Arturo lo miró vio que el mismo tenía dos cuernos en la cabeza. Le pareció raro, pero pensó que tendría alguna cruza con cabra o algo parecido y se desentendió del asunto. Caminó hasta la parada de colectivos y allí había un anciano esperando impacientemente. Arturo lo miró detenidamente. El hombre vestía un ambo gris y llevaba un sombrero del mismo color. Sobre el mismo, se extendían a través de unos agujeros unos cuernos parecidos a los de un alce. Evidentemente, salían desde la cabeza misma de aquél hombre.
-Lindo día. –dijo Arturo para entablar un diálogo.
-¿Qué tiene de lindo? Es un día como cualquier otro.
-El tiempo es agradable. No hay humedad ni hace demasiado calor.
-¿Y con eso se contenta?
-¿Por qué no? Hay que estar agradecido…

El hombre se subió al colectivo que se detuvo frente a él. Arturo no se animó a preguntar por su cornamenta. Luego, subió al colectivo que estaba esperando y al hacerlo vio que el chofer ostentaba sobre su testa un par de cuernos magníficos, largos y brillantes. Se sentó al fondo del ómnibus que estaba casi vacío. La música que se escuchaba lo tranquilizó por un momento. Extrajo de un bolsillo un libro que llevaba consigo y se quedó leyéndolo en el trayecto. Al bajarse, la calle estaba desértica. Bueno, no tan vacía pues había allí sobre la vereda una paloma blanca. Cuando Arturo la observó no pudo creer lo que tenía delante: la misma tenía sobre su cabeza dos blancos cuernos. Al pasar cerca, el ave emprendió raudo vuelo hacia el firmamento y se perdió de la vista de Arturo. Caminó hasta su casa, a unos treinta metros y abrió la puerta al llegar con una de las llaves. Se sentó sobre el sofá y, al poco tiempo, sonó el timbre. Cuando fue a atender vio entreabriendo la puerta que se trataba del cartero. No fue menor su sorpresa cuando observó que éste tenía dos cuernos doblados en la cabeza.
-Certificada. –dijo el cartero.
-Lindo día, ¿verdad?
-¿Qué le ve de lindo?
-Temperatura agradable, no hay viento, ni llueve.
-Agradezcamos también que no nieva ni caen bombas.

No supo cómo encarar la conversación acerca de los cuernos del cartero, que ya había observado de distintas formas y tamaños en otra gente. El tema de por sí le llamaba drásticamente la atención, pero no tenía a quién recurrir. Firmó la planilla del cartero y se despidió. Ingresó nuevamente a la vivienda y abrió la carta que había recibido. Era de su amigo Enrique, que estaba viviendo en Bogotá hacía unos meses. En ella, le narraba sus dificultades económicas y un mal trance que sufrió con una mujer. Cuando terminó de leerla, retornó a su pensamiento la idea de averiguar el origen de aquellos cuernos. Desistiendo de la posibilidad de preguntarle directamente a quien los llevara en su cabeza por pudor o vergüenza, sólo le quedaba averiguar con Nancy, su novia, si es que ella sabía de qué se trataba el asunto. Algo que dedujo de todo aquello era que sólo lo había visto en hombres. ¿Se había cruzado con alguna mujer? Si, en el colectivo había dos damas y ninguna llevaba cuernos. Y de los animales no podía determinar su sexo. Se tomó un taxi a la casa de su novia. El taxista, por supuesto, llevaba en su cabeza dos largos y delgados cuernos. Ya no le llamaban tanto la atención el hecho de saber que todos los tenían, sino sólo sus extravagantes y diversas formas. Pagó el viaje y se bajó en la puerta de la casa de su novia. Tocó el timbre y enseguida estaba ella en la puerta.
-¡Arturo! ¿Qué hacés acá?
-Te vine a ver. Además, hay algo que me inquieta.

Ella lo besó y luego ambos ingresaron a la vivienda.
-Creo que estoy viendo visiones.
-¿Por qué? ¿Qué viste?
-Todo el mundo tiene cuernos.
-Ah, sí, es normal porque ya entró en vigencia el decreto.
-¿Qué decreto?
-El decreto presidencial que obliga a los machos a implantarse cuernos. Según estudios científicos, los animales que tienen cuernos sólo atacan en defensa y nunca a las hembras. Así, desaparecerán los asesinatos y el maltrato a la mujer. Me parece una medida sensata.
-Es una locura.
-Mirale el lado bueno. Con cuernos se termina aquello de la gastada por infidelidad ya que todos están en las mismas condiciones.
-¿Y me los voy a tener que poner?
-El viernes. Como vivís en babia, yo misma te saqué el turno.
-Qué desgracia…No sé si darte las gracias.
-Decime, ¿qué te gustaría? ¿De okapi, de cabra, de antílope?
-Creo que de jirafa.

Indicios de insatisfacción

«Esperás demasiado de la gente. No tienen tanto para darte», me dijo. Podría haberme dicho algo más interesante, algo más jugoso, pero en cierta forma tenía razón, siempre esperaba algo más sin saber bien qué era. No estaba contento con las situaciones, las expectativas que tenía eran grandes, demasiado grandes como para estar contento con pequeñeces, no me daban satisfacción esas frases sacadas de canciones que hablaban de apreciar las pequeñas cosas, por la sencilla razón de que tenía ambiciones muy altas como para alegrarme con una mirada bondadosa, una frase amable o un polvo de rutina. Y así, me movía buscando, probando cosas nuevas o tal vez viejas recetas de las cuales me sentía un creador de ellas, sin saber -hasta que alguien me lo daba a entender- que todo eso que se me ocurría en mi imaginación ya había sido pensado, e incluso quizás daba letra a uno de esos libros de autoayuda, tan aborrecidos por los literatos como amados por los libreros que veían desfilar cientos de consumidores voraces todas las semanas de tales piezas que encajaban a la perfección con la cultura actual y hasta probablemente sería la base fundacional de una nueva sociedad, nueva en el sentido de que el sinsentido se renovaba con cada aparición de las novedades. No sé, tal vez estuviera demasiado cansado como para equiparar mi estado al de las cosas que sucedían en el entorno. Lo cierto era que pareciera que nadie te ayuda gratis desde el psicoanálisis, la mercantilización masiva y la autoayuda, por eso me había acostumbrado a tomar prestadas las fórmulas que certificaban algún tipo de éxito; las ponía a prueba por algún tiempo hasta que me resultaban tediosas. Evidentemente no era eso lo que buscaba, pero tampoco me conformaba con la degustación; había llegado a probar sabores insólitos habièndolos desestimado tiempo antes. Sin dudas eran nuevas experiencias, tenía la posibilidad y la capacidad que nunca dejaba de asombrarme de saborear de forma casi ilimitada, era una de las tantas maravillas que vivíamos a diario. Entonces, ¿por qué le seguía consultando a él qué era lo que estaba buscando, qué quería, en síntesis? Un facultado no tiene todas las respuestas y él ya me lo había dado a entender reformulando mis preguntas, desviándolas hacia asuntos ‘motivacionales’, pero yo tenía sobrados motivos para seguir buscando respuestas a esas cosas que mantenían inquieta mi mente, perturbada ante el menor indicio de insatisfacción. «Soy feliz», le dije, «ese no es el problema», enfaticé. Pero él me seguía dando conceptos que no llegaba a entender del todo, tal vez por hacer fácil y expresable algo que era difícil de comunicar, al menos no me llegaban sus palabras, si es que me decía algo porque lo que notaba es que me hacía verbalizar casi todo a mí, cuestión que no me costaba lo más mínimo, sólo tiempo de consulta. «Usted tampoco tiene tanto para darme», le dije finalmente; a lo que respondió con un tecnicismo que inhabilitó mis capacidades de comprensión. Él sabía que me tenía atrapado en una telaraña, como una mosca indefensa, y que llegado el momento me devoraría sin contemplaciones.

El viejo ante el espejo

-La vida virtual te mantiene expectante.-me dijo Humberto a tono con lo que expresaba.
-Esperamos mucho de ese mundillo. –le dije para seguirle la corriente, no porque considerara que él me estuviera revelando algo muy importante.
-Efectivamente, estamos a la espera de que ocurra algo grandioso. Podemos darnos una panzada de efectos audiovisuales que nunca nos dejan satisfechos.
-Me encanta la memografía. –le dije, dándole a entender que no estaba del todo de acuerdo con sus dictados. Además, me encantaba usar esa palabra, que no sé si era la más apropiada, para la cultura que embebía a la comunicación a través de memes.

Él se quedó pensativo, revisó las notificaciones de su celular, envió un mensaje de audio en el que dijo algo así como “si no las encontrás, deberías buscarlas con los ojos abiertos”, pareciéndome que le hablaba a un nieto; no quise preguntarle.
-La felicidad adopta expresiones cuanto menos misteriosas –soltó-; lo que para mí es una estupidez, a otro le ofrece una fuente de carcajadas. Y viceversa. –Humberto soltó una risa estruendosa-. Disculpame, hay recuerdos que son muy inoportunos, no como esos programados.
Humberto se sirvió otra copa y nos ofreció, haciendo las veces de anfitrión. Asentí. Lidia entró a la sala y preguntó si se nos apetecía algo. Le reproché la falta de tacto por la interrupción, pero Humberto me calmó y le dijo que con unos canapés estábamos bien.
-Nos han creado la necesidad de tener hechos en la palma de la mano, y por si fuera poco, a cada instante. Decime, Patricio, ¿te pusiste a pensar lo que es un hecho?
-Nunca lo pensé profundamente –le dije para sacarme la pregunta de encima-, supongo que es algo que no se puede refutar.
-Y aunque se refute, seguiría siendo un hecho. –me dijo tras una pausa para beber.

Recogí el celular que había dejado en el posabrazos del sillón y revisé las notificaciones. Tenía varios mensajes, pero ninguno en carácter de urgente. Las urgencias habían pasado a segundo plano, todo era inmediato mejor dicho. En mi caso siempre respondía a la brevedad, porque creía que en la otra punta de la conexión estarían a la espera de una respuesta satisfactoria, pero en el fondo coincidía con Humberto en que estábamos incompletos, o teníamos esa creencia de la carencia, de algo que nos faltaba y que alguien nos podía completar, lo que incluía el sexo, el amor, la amistad y la paternidad. Todo esto se me ocurría mientras observaba a Humberto beber la copita de ron, aunque filtré lo que tenía por decirle, más que nada porque lo conocía hacía mucho tiempo y él tenía por costumbre soltarme una cantidad de palabras bienintencionadas que a veces me resultaban una molestia, más que nada por mi torpeza para seguirle el hilo de sus razonamientos.
-Pero volveríamos a la dicotomía entre hechos y palabras, hoy por hoy, fuera de discusión en el grueso popular. –le dije para salir de mis cavilaciones.
-No.-dijo en seco-. No hablo de eso, querido Patricio. Me refiero a que se le ha dado el carácter de hecho a muchas cosas que no lo son, que siguen siendo palabras, descripciones, narraciones, opiniones, números, vistas, clics.

No dejaba de beber, tras cada oración que nos propinaba. Lidia entró con los canapés. Los apoyó sobre la mesita y dijo que si precisábamos algo se lo hiciéramos saber. Humberto, gentil, agradeció. A él le gustaba ser escuchado, como a quien tiene algo por decir. No le importaba mucho si su interlocutor tenía dotes de estúpido, por lo cual buscaba no ponerme en evidencia, aunque él me conocía bastante como para saber que no era un erudito. La llegada de las redes le quitó vigor a su voz, quizá fueron los años pero hablaba como quien no quiere la cosa, aunque nunca dejaba de hablar. Ni de beber. Cada vez se le notaban más arrugas a su aspecto sereno, a su pausa al hablar, a su cálida mirada cuando nadie comprendía sus alocuciones.
-Los damos por hechos, aunque no fueron declarados como tales. –dijo Bretón, por fin.
-Exacto. –Reivindicó Humberto- Cualquier menudencia que nos llame la atención lo damos por hecho, lo tomamos como un hecho en la imaginación. La procesión va por dentro, decía y con razón un viejo refrán. Y mirá que para que te hable de algo viejo tienen que haber transcurrido años y cosas en esa misma imaginación, que ya no es la de antaño. –Precisó.

Me serví un canapé para tragarme las palabras. Nunca me gustaba contradecirlo, no tenía sus comprensiones como para discutir a su altura. No se trataba de saber más, él siempre lo decía, el conocimiento de las cosas es infinito y hoy, más que nunca, está a disposición. Una vez quise incomodarlo, dándome aires de filósofo culto, le pregunté:
-Humberto, ¿podés enseñarle a un hombre o sólo podés ayudarlo a pensar?
Su respuesta me ruborizó y me sumió en un incómodo silencio, no como esos silencios que compartíamos:
-Como bien decís, Patricio, como bien decís.

Comprendí que buscarle la quinta pata al gato tenía sus consecuencias. No había forma de ponerlo incómodo porque siempre tenía un as bajo la manga, era difícil agarrarlo desprevenido en temas que manejaba a piacere. Pero nosotros, principalmente Bretón y yo, lo mirábamos con curiosidad y discutíamos qué pensaría Humberto cuando se mirara ante el espejo de la sociedad actual. Él nos había dicho en reiteradas ocasiones que no lo veía como un espejo, sino como se mira un espectáculo, alegre, triste.
-Muy pintoresco, por cierto. –añadía.

Emotivo o deprimente, pero espectáculo al fin. Nosotros seguíamos perdidos entre imágenes que se nos presentaban a diario, y las charlas con Humberto parecían de otro contexto, de un calibre que no encontrábamos en ningún rincón. Su apacible expresión nos permitía distendernos ante la tensión que se había tornado habitual en nosotros.
-Alguien entiende algo de una manera posible entre tantas y divulga esa comprensión.-agregó- Entonces, esa comprensión por diversos factores se populariza y todos repiten la comprensión ya en carácter de conocimiento. Este se replica fácil y rápidamente sin haber sido comprendido, ¿me siguen?
-Sí, sí. –dijo Bretón.

En mi caso era difícil seguirlo, como había dicho. La velocidad de mis pensamientos me impedía seguir los de otros. Luego, insistió con el hecho de que el conocimiento estaba ampliamente disponible y, además, era infinito. Se enredó en una discusión con Bretón que no presté demasiada atención y me avoqué a atender mensajes vía celular.
-Pero, ¿no sigue siendo lo que era entonces? –inquirió Humberto con una marcada pausa entre cada palabra de la pregunta.
-Puede ser, pero ya no lo tomamos como tal. –respondió Bretón con aire triunfal.
-Exactamente. –soltó Humberto tras dar otro sorbo a la copita de ron.

Bretón se sirvió un canapé, mientras que Humberto y yo nos enfrascamos en el celular. Después leyó un comentario para que nosotros escuchemos, pero no le prestamos demasiada atención, el espacio que compartíamos no era el mismo que el espacio mental. Allí todo estaba ocupado, repleto a rebosar de cosas, en su mayoría virtuales. Aunque Humberto seguía usando esa palabra para saber de qué estábamos hablando, él decía que la línea que separaba a lo virtual se había desvanecido, porque aquello había pasado a formar parte de lo cotidiano. Para los que habíamos visto el desarrollo compartíamos esa formulación, pero para los más chicos era intrínseco a la vida -como para nosotros lo fuera el aire casi sin darnos cuenta o las creencias heredadas- y les resultaba complejo pensar fuera de ello, por lo que cualquier crítica que les cayera eran cosas de viejos que no entendían la actualidad, y el espejo ante el cual nos mirábamos era esa juventud.
-Que cree saberlo todo. –decía Humberto bebiendo, siempre bebiendo, apacible.

La visión mítica

Íbamos camino a la playa, en el Roll Royce de Maratón Díaz, cuando vimos que desde la garita de vigilancia nos hacían señas para que detengamos la marcha. Maratón, obediente, desaceleró y estacionó unos metros pasando la garita. El oficial que hacía las veces de vigilante se acercó al vehículo y asomó sus barbas a la ventanilla donde Maratón ejercía la conducción. Lo observé detenidamente, con atención en su rasa barba.
-A este tipo lo conozco. -le dije a Maratón.
-Sí, creo que es el de la tele.-me dijo en voz baja.
-¡Claro! Es Vigilio. ¿Te acordás que nos regateó un voto vez pasada?
Nuestra conversación con Maratón fue interrumpida por una tos seca de Vigilio.
-Disculpen… ¿van para allá? -dijo Vigilio señalando el puerto.
-Sí. ¿A qué viene la pregunta?-dijimos casi en una voz.
-Este trabajo me tiene podrido. Quiero ir a recorrer un poco las costas. ¿Me llevan?
Maratón me echó una mirada escrutando. Asentí con la cabeza.
-¡Suba! -señaló Maratón.
El ex vigilante y ex oficial subió al coche agradecido. Enseguida se pusieron a debatir en torno a la política, cómplices en sus obras para la sociedad, que nadie le encomendó. Mientras, observaba por la ventanilla lo que me parecía la caída de un meteorito, paralelo a la ruta por la que viajábamos. Maratón, de vista perfecta, me cortó la inspiración:
-Es un ovni. -sentenció. Y en el primer cruce, ante el silencio de los tres, se metió por un camino rural.
Ninguno observaba ya el camino. Nadie recordaba la playa ni sabíamos distinguir si la radio emitía un reggaeton o un tango, abismados por la aparición que se había suspendido delante nuestro, contrastando con lo que quedaba de ocaso.
-No puede ser.-repetía una y otra vez Vigilio
Maratón había detenido el coche y el motor se apagó sin interacción de la llave. El platillo, que se mantenía suspendido, había comenzado a descender delante de nuestras narices muy lentamente, hasta que aterrizó. El impacto en nuestros corazones era tal que sólo oíamos nuestras respiraciones intermitentes.
De pronto, paralizándonos por completo, salvo nuestro sentido de la vista, una escotilla de la nave, que octuplicaba el ancho del Roll Royce, se abrió, elevándose.
Una silueta se asomó e inmediatamente una especie de escalera se desplegó delante. Nuestro asombro no nos daba tregua. Estábamos solos ante el fenómeno. ¡Miento! Detrás del vehículo había un turista en bicicleta. A quien suponíamos sería el primer alienígena en tener contacto con seres humanos se le había dado por poner mayor suspenso a la situación. No alcanzábamos a distinguir, tras la sombra de la aeronave, correctamente su figura. Pero lo imaginábamos extraño. Todo era suposición en nuestros pensamientos pues la oscuridad, a esa altura, nublaba cualquier atisbo de visión.
A todo esto, que el alienígena no descendía, el turista, a nuestra derecha, se nos había adelantado y avanzaba rápidamente, habiendo dejado la bicicleta detrás del Roll Royce. En su andar, nos distrajo y no alcanzamos a ver el reingreso de la escalera pero sí el cerrar de la puerta de la aeronave. La misma, elevándose en espiral, desapareció de nuestra vista.
Quedamos pasmados, en una especie mezcla de éxtasis con desilusión. El turista se dio vuelta, y Vigilio lo reconoció:
-¡Es Reviro! ¿Qué hace Reviro acá?.-inquirió.
Reviro Monfrinotti era un aclamado e ilustre filmador de eventos paranormales y había dado varias conferencias por todo el globo y en diversos medios.
Se acercó, con una sonrisa amplia, y exclamó:
-¡Lo tengo todo! ¡Todo!-señalando su celular.
Los cuatro quedamos impávidos. Habíamos estado a un instante del momento que cambiaría nuestras vidas, y probablemente el de la humanidad. Pronto en redes sociales un video de la penumbra, grabado en vga, se haría viral.

Terapia de grupo

Les cuento que una vez por semana estoy haciendo terapia de grupo. Además de quien habla van mi álter ego, mi otro yo y mi sombra. A medida que avanzan las sesiones nos entendemos mejor. Es bastante entretenido, con situaciones tragicómicas porque muchas veces no se sabe quién dijo qué. En esos casos, generalmente el licenciado cambia el tema de conversación abruptamente o da por concluida la sesión y cada uno se va por su lado. Los cuatro presentan marcadas diferencias; por ejemplo, uno cree que sabe todo, otro piensa que no sabe nada, otro cree y el otro duda. La semana pasada se produjo una situación cuanto menos curiosa: resulta que por un problema de horarios no pude asistir a la sesión; debido a esto, el licenciado me quiso cobrar la sesión ( cosa que está estipulada por una cuestión profesional ), pero por cuadruplicado. Para mí era inaceptable, si los otros faltaban no tenía por qué hacerme cargo. El licenciado me dio una explicación que no me cerró: él dice que estoy haciendo la terapia solo y que los otros participantes de la terapia de grupo son desvaríos míos. Pero yo no le creo nada. Mi sombra dice que el licenciado nos está estafando y que no nos conduce por buen camino; mi álter ego dice que busquemos otro profesional con más experiencia y sabiduría; y por su parte, mi otro yo dice que estamos gastando mucha pólvora en chimangos. Les digo seriamente, ya no sé qué pensar. Por lo pronto, mañana en la sesión vamos a pedir explicaciones, y donde el licenciado se pase de vivo, entre los cuatro le llenamos el culo a patadas.

El crack

Pinceladas sobre «Pasta de campeón ( la verdadera historia)», un relato de Martín Díaz.

En verano, el sol parte la tierra en dos. Sobre la parte en la que pisan los gentíos, queda una pendiente que hace que los autos desciendan a los balnearios y sus ocupantes caigan con ánimo festivo sobre las aguas que otra vez los devuelven a la orilla, pero éstos en una insistencia pueril intentan doblegar la fuerza de la inmensidad que los refresca y le hace olvidar todo lo demás, y la escena se repite hasta el cansancio de aquellos o hasta que son tragados por la otra. De un modo u otro, indefectiblemente vence el mar. Del otro lado de la tierra, los días en el barrio son largos, y el fútbol se juega de la mañana a la noche. Dependiendo la cantidad de los partícipes, si son dos, el juego es un arco a arco. Si de repente aparecen un par más, se juega un veinticinco o se corta la calle con dos ladrillos en una punta y dos camisetas en la otra armándose un picado. En éstos casos la jugada se invalida cada tanto al grito de ¡Bici! o cuando algún conductor en su auto considera que su lugar en el mundo fue un error del destino y se dispone a cruzar el abismo que lo acerque al océano y lo aleje del estupor. Pero a las tres de la tarde, siempre ( pero siempre ) estaba ahí en el parque. Un muchacho alto, con no muy buena forma física, de zapatillas negras, las medias blancas hasta las rodillas, un pantalón largo cortado sobre las rodillas, de chomba de vestir un poco gastada por los años y un gorro de lana bicolor que le tapaba los rulos. Cada tanto pasaba algún transeúnte que no sabía de qué lado de la tierra le tocaba vivir, y al atravesar la cancha su desconcierto crecía, pues la misma cruzaba todos los juegos –como hamacas, toboganes, calesitas e incluso algún monumento- que eran un obstáculo más dentro del mismo partido. Los arcos, desde ya, no tenían travesaño, lo que disparaba peleas interminables para determinar los goles; a veces algunos se iban a las manos, pero enseguida la redonda volvía a rodar y todo se olvidaba rápidamente. Como árbitro no había, cada quien cobraba lo que cobraba y todos estaban de acuerdo con esta reglamentación natural del juego, la cual le daba más respetabilidad y dinamismo a cada encuentro. Éste muchacho era descendiente de tano y, como tal, un tanto fanfarrón, pero de corazón criollo, que cualquiera con un poco de sensibilidad la vislumbraba en el brillo de sus ojos claros o en la rispidez de su sonrisa. A veces, cansado, se sentaba a mirar el partido que raramente se detenía y lo veías tomando un poco de agua desde atrás del arquero. La diferencia entre los pibes de los clubes y acá en el parque es el estado físico. Pero acá, vienen de todas partes y se comen goleadas y apenas si la ven pasar. El otro día vinieron tres de Carasucias y no la vieron ni cuadrada. ¿Sabés qué pasa? El fútbol  es un juego de vivos, acá no hay categorías, puede jugar tanto un nene como un veterano, y el instinto con la pelota se desarrolla como un embrión sin que nadie le enseñe cómo tiene que crecer y los que juegan acá escuchan hablar de escuelas futbolísticas y si no les dan el cargo de director o alguno superior no quieren saber nada. Acá el partido termina cuando ya no queda luz, si es que no se cansaron todos antes y ya no quieren jugar. Y si bien, el encuentro de cada día hace olvidar el resultado del día anterior, ganar lo es todo. El gordo, que en el parque juega de local, tira paredes con el tobogán, usa los árboles como cortina y busca la devolución con un mástil, es crack. Pisa la pelota y mete un caño de taco para pasarlo por arriba cuando el defensor queda desparramado por el piso y define con un toque suave que ni el mejor arquero adivina. Cada tanto pasa entre dos al feroz grito de ¡Ole! y esos se quedan masticando bronca mirando cómo se la cucharea al arquero. O amaga para un lado y sale para el otro, y el defensor parece un molinete de metegol que no sabe dónde está la pelota. Si nadie sabe lo que es la felicidad lo puede ver jugar al gordo y dar cuenta de que no sólo existe, sino que es posible encontrarla en vida. Algunos dicen que si no estuviera gordo jugaría en otro lado. Pero si está gordo es porque respira fútbol al levantarse, come fútbol todos los días, e incluso se le va la mano con el postre, que también es fútbol. Cuando el partido termina él no se entera de los elogios que le propinan los demás porque al caer el sol empiezan a fabricar y hay que aprovechar la temporada estival. ¿Sabés cuántos jugadores salieron del parque que después llegaron a jugar en primera? ¡Un montón! Y ni te imaginás las de veces que me quisieron llevar a mí. Pero no. Los clubes son una mentira. ¡Se la pasan corriendo! pensando horas qué van a hacer cuando llegue el partido y si le tirás una pelota no saben ni para qué sirve. ¡No se divierten nunca! Para colmo, si no tenés algún arreglo, con suerte, comés banco todos los sábados y a la redonda recién la mirás por la tele, con nostalgia. Lo mío es acá. Todos saben que tengo pasta de campeón, a mí nadie me la va a contar. El fútbol es esto papá, es picardía, viveza, no es para cualquiera, y si querés jugar vení al parque a las tres que ahí siempre te voy a esperar.

Palabrerío

No podía decirse que había un tenue silencio, ya que se oía, claramente contrastante el ruido de motores y de lavarropas, de ventiladores y de secarropas, de automóviles a toda marcha y de camiones que se detenían a cargar y descargar mercadería, motocicletas que pasaban dejando estelas de humo y de aviones que surcaban el cielo a gran velocidad, de taladros agujereando alguna pared y percutores haciendo lo propio, desmalezadoras cortando el césped y sierras eléctricas serruchando ramas que se escuchaban caer pesadamente sobre el suelo, helicópteros que volaban a baja altura y camionetas destartaladas que hacían ruido de chapas flojas, y por si resultara escaso, el viento sin identidad que mecía las ramas de los árboles con furia. Había entonces ruido, sí, como el que propiciaba las implosiones de miles de universos a cada instante, y la música, con su magia, nos hacía proseguir, olvidando el dolor, la enfermedad y la muerte que atemorizaban con aterrizar como planeadores pidiendo pista sobre nosotros, que esquivábamos con elegancia. La intelectualidad era un drama que observábamos desde la primera fila, que a veces nos hacía reír, otras preocupar y en otras ocasiones no entendíamos qué era lo que expresaba. En estos casos, lo mejor que podíamos hacer era desentendernos, mirar con lejanía y oír el ruido de las palabras lo menos posible para no sentirnos afectados por la virulencia del palabrerío, tal como tantos millones de años de los cuales dataran los científicos para que la vida sea siempre y solamente ahora. El silencio, entonces, era sólo el trasfondo de la escena, entre palabra y palabra, el espacio sonoro entre cada acción que nos permitía intuir la paz, esa serenidad inexpresable, inexpugnable cuando estás en ella. “La música sería imposible sin el silencio”, me dijiste. Asentí, no quería discutir.
-No, no es eso. No querés pensar. O no ves que lo inútil hace posible la utilidad de las cosas. –me reprochaste sin mirarme a los ojos, atravesándome y yéndote con la visión hasta perderte en el horizonte. Quisiste retratar el momento, pero me negué diciéndote que la magia no sale en fotos.
-Eso ni siquiera es tuyo, lo sacaste de una canción.-insististe. Te expliqué que lo que entra se transforma y se devuelve, pero estabas muy preocupada posando, para que la sonrisa parezca natural, no tenías atención para otras cosas, como la palabra, tan devaluada en los tiempos corrientes. Podríamos subvertir el silencio con miles de palabras sin decir nada, o al menos nada de peso, como el peso de cualquier imagen o video en un disco rígido.
-Incluso en la música, que pasó de escucharse a verse, perdió peso la palabra.
-Sos vos quien no tiene palabra. –seguiste con reproches.
-Para muestra, basta un botón.
-No entiendo tu desazón. Ahora podés decir lo que quieras con cientos de emojis.

Me caí de sólo pensarlo. Ni siquiera atinaste a tenderme la mano.
-Estás cansado… –dijiste algo más pero una procesión de camiones me impidió escucharte- …las acciones se sirven de la palabra para la comunicación, las expresiones no necesariamente comunican, son sólo eso: expresión.
-Sí, eso lo puedo entender.
-¿Entonces?
Fue entonces que me tomaste de la mano y nos quedamos sin palabras. La ciudad seguía obsequiando ruido, pero nosotros nos íbamos por la melodía que oíamos mediando miradas. Siempre quedaba algo por decir, esas charlas nunca se agotaban, le dábamos vueltas como rodeando una piscina a la que temíamos lanzarnos, sin saber si estaría demasiado fría el agua como para nadar en ella. No era cuestión de decir mucho más, a veces para avanzar bastaba un paso en falso, teníamos calor y el verano se anunciaba con coloridas imágenes de playas lejanas, tragos decorados y recitales tropicales. Nuestro viaje había comenzado hacía tiempo, era puro movimiento y parecía no tener destino físico. Podíamos olvidar el silencio cada vez que quisiéramos decir algo, levantando el tono para expresarlo por encima de la sonoridad de tantos motores, de tantas palabras en la cabeza erguida que nos oye.
-El tacto es comunicación. –me susurraste al oído.

Sin fortuna

Álvaro caminó hasta la parada de colectivos. Allí esperaban, impacientes, próximos pasajeros. Esperó su colectivo, el que lo llevaría de regreso a su departamento. Mientras lo hacía, vio pasar caminando cerca de sí a Galíndez, a quien notó con un gesto de preocupación en el rostro.
– Adiós, Galíndez, le dijo Álvaro alzando su mano.
– Hola Alvarito, ¿cómo anda usted?, preguntó Galíndez deteniendo su marcha, ¿espera el colectivo por aquí?
– Sí, señor, parece que viene con alguna demora. ¿A dónde va usted?
– Estoy yendo a ver a mi anciana madre. Está mal, sabe usted, problemas de salud y propios de la edad. Es mañosa la vieja. Bueno, Alvarito, prosigo, que siga usted bien, dijo Galíndez despidiéndose.
– Adiós, esperemos que mejore su madre, saludó Álvaro.
– Gracias, pero lo dudo. Hasta luego.
Al rato llegó el colectivo. Álvaro se subió y vio que el mismo venía sobrecargado de gente. Buscó un asiento libre, pero no encontró uno, por lo que se acomodó como pudo en el pasillo, apoyándose en una butaca ocupada por una señora mayor. Se oía el resoplar de más de un pasajero, en clara queja por el malestar de un viaje incómodo. Una pareja hablaba entre susurros, como queriendo crear para sí mismos una atmósfera circunscripta sólo a ellos. Otro hombre observaba por la ventanilla las casas y los edificios. Álvaro siguió observando el interior del colectivo y divisó, sentada en el fondo, en un rincón, a Nancy, una novia que había tenido en sus años de juventud. Quiso acercarse, pero fue imposible por estar atestado de gente. La notó aún más bella que cuando salían juntos, que tenía la desgracia de por ser tan linda atraer las miradas, hasta de gente no deseada. Le hizo un gesto con la mano, saludando, pero no fue percibido por ella. Observó sus facciones bien marcadas, seguramente estaría haciendo algún tipo de gimnasia, determinó. Observó sus cabellos bien cuidados, pensando que lo bueno mejoraba con el tiempo. Un tramo del recorrido más adelante, Nancy se bajó del colectivo y Álvaro sintió el deseo de intercambiar unas palabras ahogándose dentro de él mismo. La buscaré y la llamaré, pensó, seguramente se alegrará después del tiempo que habían pasado juntos.
Esa misma tarde, ya en la comodidad de su hogar, Álvaro entró en su cuenta de Facebook y buscó a Nancy. La encontró rápidamente, y leyó, en su último estado público, lo siguiente: “Hoy lo ví. Está pelado, panzón y encima ciego, lo saludé tres veces en el colectivo y ni me vio. O se hizo el distraído, que puede ser porque ya lo era bastante en su momento. Gracias a la vida por haberme llevado por otro camino”. Mierda, pensó Álvaro. Desistió tristemente de su idea de contactarse con Nancy, no sin antes dejarle un mensaje privado: No te creas que sos Michelle Pfeifer, estás bastante venida a menos, últimamente. Además, te saludé y la que no vio fuiste vos, quizá se te atrofiaron los nervios ópticos después de tantos años, le escribió.
Luego de un rato, sonó el teléfono. Era Nancy. Fue breve: “Escuchame bien, trozo de adoquín, el estado que publiqué era para mi padre, a quien no veía hace catorce años y me cayó mal volver a cruzarme con él después de su separación. El cariño que te guardaba acaba de irse por el inodoro. Agradezco por no haberme cruzado con vos, que estás tremendamente idiota. No te vuelvas a dirigir a mi, sin antes hacer treinta y cinco años de terapia, salame napolitano”. Y cortó. Álvaro tiró el celular de la bronca que le dio su propia estupidez, nacida de un malentendido, con tanta mala fortuna que el mismo dio contra la canilla de la cocina y ésta se salió de lugar. El agua salió instantáneamente como un chorro hacia arriba, inundando todo el comedor. Álvaro quiso colocarla nuevamente en su sitio, pero su torpeza se lo impidió, por lo que se le ocurrió taparla con un trapo lo mejor que supo y llamar al plomero. A su teléfono celular le había entrado agua, por lo que había dejado de funcionar. Se fue a buscarlo a su casa. Ya casi de noche, cuando llegó, lo atendió la mujer del mismo:
– Buenas noches, saludó Álvaro, disculpe la hora y la molestia, ¿se encuentra Galíndez? Tengo una urgencia, dijo.
– En estos momentos está velando a su madre, sepa disculpar, dijo la señora de Galíndez.
– Mierda, qué mala suerte, dijo Álvaro teniendo en mente su inconveniente y no el propio de Galíndez suscitado por el deceso de su madre.
– Ya tenía sus buenos años, era cuestión que se la lleve el tiempo.
– Bueno, gracias de todas formas. Adiós, se despidió Álvaro.
– Adiós, saludó la señora, y cerró la puerta.
Álvaro tras perder un colectivo a escasos metros de la parada, se tomó el siguiente de regreso a su casa. Cuando se bajó, miró hacia arriba y en el mismo iba Nancy, otra vez, quien esta vez lo miraba fijamente desde atrás de una ventanilla y, al instante de ser percibida por Álvaro, le levantó el dedo mayor de su mano izquierda y el colectivo prosiguió su rumbo. Álvaro, indignado, pasó por una agencia de lotería y se compró una raspadita, para ver si cambiaba su racha de mala suerte. Pero no, le salieron una campana, un trébol y un arlequín.

Sosiego

Estaba cansado por el trajín de la semana, los conflictos sociales, la parálisis creativa y la turbulencia política. No obstante, salí a caminar. Estaba anocheciendo y el andar casi a tientas en la penumbra de la ciudad me despejó las ideas, templó mi ánimo y apaciguó mi espíritu exaltado. Al emprender el regreso, recorrí un camino hasta hoy desconocido por el que vislumbré nuevas arquitecturas y luminarias modernas. Unas cuadras antes de llegar a casa escuché una voz que me saludaba.
-¡Leo! ¡Leo!
Miré en todas direcciones y, aunque creía reconocer la voz, mi cansancio y la miopía me impedían encontrar al portavoz ya entrada la noche. Inmóvil, como estatua recién tallada, lo escuché nuevamente aún sin divisarlo:
-¿¡No me vé´ o so´ ciego?!

Una canción en mi pensamiento

Estaba pensando y, no mentira, estaba cantando, no no no mentira, estaba tarareando, no tampoco, estaba silbando una canción o en mi imaginación creía que ese sonido que salía de mis labios se asimilaba a cierta canción, cuando, de repente, para mi sorpresa, la pasaron por la radio y me dí cuenta que no sólo no se parecían en nada el silbido y la canción, entonces me puse a cantarla pero como era en inglés, las vocalizaciones no coincidían tampoco y además sonaba desacompasada, por lo que quise sacarla con la guitarra y ahí sí, por fin, la saqué y me saqué esa espina de encima, esa molestia porque a mí no hay música que se me resista. La saqué sin remordimiento, sintonicé otra emisora que hablaban de actualidad.

Héctor

Se encuentran dos locos.

-¡Héctor!¿Sos vos o sos un clon?
-¿Cómo puedo saberlo?
-Fácil. Si podés apoyar el codo en la nuca sos original.
-A ver che…mmmm…está difícil….mmmm No, no puedo.
-Entonces sos clon de algún otro.
-Una lástima Juan Ramón. ¿Y ahora qué hago?
-En tu lugar, iría buscando refugio en Turquía porque te deben estar buscando.
-Uyy ¿quién?
-Quién no: interpol, el mossad, la kgb, la federal, … a ellos no le gustan las copias. La vas a tener que remar.
-Qué macana.
-Bueno viejo, te dejo porque tengo que seguir avivando giles.
-Chau che. Gracias. Saludos a tu gente.

Héctor sigue intentando apoyar el codo en la nuca mientras Juan Ramón camina, alejándose, con una rodilla apoyada en el mentón.

Otros tiempos

En el canto de la puerta había una moneda antigua, del año 1845. Cuando Cecil la vio reconoció que era una de las que le faltaba para completar su colección. La recogió y la guardó en un bolsillo del saco. Se quitó la corbata y la guardó en el mismo bolsillo. Tras ingresar, observó que había mucha gente sentada esperando ser atendida. Retiró un número, que el destino señaló como un número primo. Cecil tomó nota del suceso y se alegró. Por alguna razón, los números pares les resultaban aburridos para sostener su espera. Extravagancias de gente inquieta. Tenía por delante una cantidad considerable de gente que había acudido a realizar su trámite en un tiempo previo al que él se había acercado al establecimiento. Resolvió ir por un café. Cuando entró en el bar, una camarera le tendió la carta. Cecil, al verla, se sintió confundido. Era el tres de bastos. “Truco”, le dijo la camarera. Ignoró la propuesta y pidió un café, pero inmediatamente se arrepintió pues tenía veintiocho para el envido. Qué boludo, pensó, y buscó consuelo en el horóscopo del diario que tenía sobre la mesa. El mismo arrojó que ese día recibiría una importante suma de dinero proveniente de alguien ajeno a su realidad cotidiana. Alzó la vista y vio que un hombre portando un maletín se acercó hacia la mesa que de momento consideraba suya. El hombre se sentó frente a él, abrió el maletín y le dijo: tengo algo para usted. Cecil, sin asombro, le respondió que estaba al tanto, pero no sabía a cuánto ascendía el monto.
-¿Qué monto? –Inquirió el hombre- Tenga, es una invitación al empíreo.

Tras varios minutos de charla sectaria, el predicador se retiró y prosiguió con empeño su tarea en otra mesa, donde otra víctima de su perorata absorbería sus palabras con entusiasmo. Cecil recogió el folleto que le había sido entregado y lo observó con desdén. Sobre la mesa estaba también el café y dos medialunas que no pidió. Endulzó a gusto y bebió sin apuro y sin demoras. Se fumó un puro y devoró moras. Estaban agrias. Leyó el periódico, de atrás para adelante como solía hacerlo por costumbre, y de derecha a izquierda para agilizar su intelecto. Pidió la cuenta y la camarera se la trajo. Cecil la resolvió con la ayuda de unos fósforos que le sirvieron de apoyo. Al salir, extrajo la corbata del bolsillo y se la colocó sobre el cuello. Un aerobus pasó sobre su calva testa atiborrado de gente. Introdujo la mano nuevamente en idéntico bolsillo y tomó la moneda. La observó detenidamente y pudo apreciar que databa del año 1954. Qué bárbaro, pensó Cecil, cómo pasa el tiempo.

Palabra perdida

Estaba escribiendo un cuento y cuando promediaba el nudo de la cuestión, se me escapó una palabra. La busqué infructuosamente en el diccionario, sin suerte. Pero no me apichoné y la busqué también en gugle, aunque no estaba ahí. Consulté con expertos que me dijeron que si no estaba ahí era porque no existía, pero ¿qué eran las palabras antes de llegar a la existencia? Era la oportunidad de darle vida, aunque eso sería parte de la discusión de si las palabras estaban vivas, o se les infundía vida al mencionarlas o era letra muerta, meros símbolos que facilitaban la comunicación. Mientras tanto, trenzados en debate, la palabra seguía sin aparecer aunque mantenía en la mente su presencia, como la de un fantasma sin nombre que merodea las habitaciones de la casa en los momentos en que el resto duerme. Releí el cuento, hasta donde había perdido la palabra y no pude deducir si se trataba de un monosílabo, una onomatopeya, un vigoroso verbo o un insustancial sustantivo. Lo único que tenía claro era que se trataba de una palabra que estaba pronta, no digo ya de inmediato, a hacer su aparición en el mismo. ¿Y qué papel jugaría ella en el cuento? ¿Qué rol cumpliría? ¿Qué funciones? Bueno, eso indudablemente lo dirían las líneas subsiguientes y, hasta quizás, las precedentes. Había algo, como una espina clavada en un dedo, que le impedía al cuento proseguir en su desarrollo tendiente a un desenlace específico, y la palabra perdida era sino importante, crucial; sin ella, cualquier camino emprendido sería otro diferente a aquél que hubiese recorrido naturalmente como fluye el río hacia el mar, sorteando las vicisitudes del terreno. Aunque valía la pena preguntarse si el artificio narrativo de un cuento se trataba de algo natural, por muchas aristas naturales que contenga y/o describa. Pero no me quería escapar del tema e irme por las ramas por temor -quizá justificado- a perderme como cierta palabra que cuando estaba pronta a aparecer en el cuento, escapó. Y con esto no quiero decir que no se la haya capturado, que alguien la haya retenido o pronunciado o que tal vez reposa en una poesía de Rubén Darío, sino que escapó de mi alcance y el cuento quedará trunco o sepultado hasta tanto regrese, se presente, la reconozca y le dé su lugar en el mismo, ocupando el espacio para el cual fue pensada, como cada gota de lluvia en otoño que moja la tierra, cumple su cometido y, luego entonces sí, desaparece.

El sapo y la oruga

Una tarde de lluvia tenue, se encontraron un sapo y una oruga en el cordón cuneta de la calle Alem. La oruga se quedó mirando la fisonomía del sapo con curiosidad, mientras este cazaba al vuelo una mosca.
-Disculpame -le dijo el sapo a la oruga que prestaba atención a los detalles de la escena-, es que hoy no desayuné.
-Te entiendo -sostuvo la oruga-. A mí no me pasa porque siempre tengo alimento cerca, salvo que me manden al exilio en un desierto o a un octavo piso. Pero, ¿Nunca pensaste que esa mosca pudo ser una gran personalidad o una gran moscalidad en su caso, y vos te la devorás así tan a la ligera?
-Sí, lo pensé, pero la cadena alimenticia es así, qué le vamos a hacer. Cuando hay hambre, hay hambre hermano.
-Se nota que no te preocupa -dijo la oruga mientras ascendía a la vereda, por si las moscas-, no obstante, quizá esa mosca fue un ancestro tuyo antes de ser mosca, puede haber sido tu tátarabuelo ¿no te parece?
-No lo creo, los sapos somos siempre sapos, y en contadas veces, somos príncipes. ¿Pero moscas? Ni siquiera como castigo divino sería posible. Además, ¿vos qué sos, defensor de moscas y ausentes?
-En absoluto -dijo la oruga caminando hacia atrás-. Puedo ver que tu entendimiento en esta materia es muy limitado, querido amigo, sin embargo ¿No creés en vidas pasadas? ¿No pensaste que antes de esto pudiste ser otra «cosa»?
-Creáse o no, antes fui profesor de aeróbica, censista, bacán, peluche, licenciado en química, trapecista y médico de cabecera; pero siempre en condición de sapo, antes no recuerdo. -dijo el sapo dando un saltito hacia la oruga, que ya había empezado a trepar un cedro.
-Si, puede ser, pasa que olvidar es tan común como recordar. Pudiste haber sido además de príncipe y luego rey, un sultán o un zar, pero hombre.
-¡Qué sé yo!¡Es creer o reventar! -exclamó el sapo con entusiasmo.
Y eso fue lo último que dijo, antes de que lo aplaste un auto que estacionaba en el lugar.

La burocracia de los vivos

El hombre yacía sobre el camastro entubado, con máscara de oxígeno y con cables que colgaban de sus brazos hacia el soporte metálico parado a un costado del mismo. Cada tanto sollozaba o pugnaba por respirar. Apenas abría los ojos, echaba un nublado vistazo a la habitación y volvía a cerrarlos.
-Umpiérrez…Umpiérrez –le hablaba la enfermera, esperando alguna reacción. Luego, cuando el hombre entreabría los ojos le preguntaba cómo estaba.
-Bien, nena, bien. –respondía el hombre con la poca fuerza que tenía, ya con los ojos cerrados.

La enfermera le hacía los controles correspondientes, aplicaba la inyección de turno y se marchaba con todos los aparatos a cuestas.
El hombre ya no razonaba con facilidad. Por momentos soñaba que estaba en una playa de esas con estatus de paradisíacas, por la vista y la tranquilidad que ostentan en comparación con el ajetreo, el ruido y la suciedad de otros lugares como metrópolis menos cercanos a lo que cualquiera imagina como un paraíso; y en el sueño, jugaba con unos amigos que parecía conocer de siempre, hasta que algo estaba por despertarlo y el hombre, consciente, se despedía:
-Todavía no me puedo quedar. Nos veremos en un rato. –decía en el sueño antes de abrir los ojos, dejando el sueño con la tristeza de hacerlo y la ilusión de regresar.

-Bien Umpiérrez –decía el doctor-, usted no está muerto de casualidad, o más bien por esas cosas que la ciencia poco explica, o al menos hasta donde llegan mis conocimientos clínicos.
-Al menos admite que es poco lo que sabe, doctor. –le replicaba el hombre hablando a través de la mascarilla, cuya voz salía con una estela de eco a través de la misma.
-Poco o suficiente, la cuestión es que a usted sólo le queda esperar. No podemos hacer nada más de lo que prescribí a las enfermeras, pero lamentablemente usted, Umpiérrez, se nos va.
-No pienso ir a ningún lado, y menos sin certificado de defunción. ¿Me lo podría firmar, doctor?
-A su debido tiempo, a su debido tiempo, Umpiérrez. –el doctor haciendo un gesto negativo con la cabeza, daba media vuelta y se retiraba de la habitación.

El hombre inicialmente falleció. Se sacó la mascarilla de oxígeno, se desentubó y se retiró los cables que le colgaban de los brazos y del pecho para luego retirarse de la habitación de cuidados intensivos y dirigirse a la cafetería del hospital. Caminó por largos pasillos en chancletas y sólo con un camisolín verde manzana que le dejaba la espalda al descubierto.

Al llegar a la cafetería, pidió un café y dos medialunas. El empleado que atendía allí lo miró fijo y le dijo:
-Señor, ¿usted no está muerto acaso?
-Efectivamente.-respondió vigoroso el hombre.
-Entonces no pretenderá que lo atendamos como si estuviera vivo.
-Joven, usted debe atender a todo el mundo por igual, sin distinciones entre vivo o muerto, joven o viejo, rico o pobre, enfermo o sano, macho o hembra.
-Acá sólo atendemos a los vivos. Los muertos no me mueven un pelo.

El hombre le surtió un cachetazo que lo despeinó.
-Está bien, está bien. Vamos a hacer una excepción con usted. Acomódese que le llevo el café.
-Gracias.

Tras beber el café y hojear las noticias del día, el hombre regresó a la habitación donde había estado varios días, se vistió y recogió sus adminículos y cuando se estaba por marchar del lugar fue interceptado por una enfermera que le recriminó haberse ido de la habitación de cuidados intensivos sin haber avisado.
-Señorita, los muertos no andan dando explicaciones de sus acciones ni rinden cuentas de las mismas porque para los vivos no tienen sustancia.
-Igualmente tendría que haber avisado. Además, ¿cómo anda por ahí entre los vivos sin llevar el certificado de defunción? Cualquiera lo podría confundir, imagínese hasta dónde podría llegar el malentendido.
-¡Bah! ¿Cuántos muertos caminan entre los vivos sin ser notados? ¿Usted los nota? Seguro que no, solamente tiene el recuerdo basado en su ausencia con el carácter de vivo. Sin embargo, ahí están, pugnando por tomar un café o luchando para cobrar su jubilación, o el seguro de vida…
-El seguro de vida lo cobran los vivos, no los muertos.
-…o haciendo los trámites necesarios para llevar una muerte digna, discutiendo inútilmente con la burocracia de los vivos.
-Y bueno, señor, no se hubiera muerto y todo sería más sencillo para usted.
-Claro, señorita, usted lo plantea como si fuera una cuestión de elección, cuando no hubo tal. Nadie me dijo dónde tenía que firmar si quería seguir vivo o tenía la intención de llevar esta muerte. –dijo el hombre ya con fastidio- ¿Está listo el certificado de defunción? Lo voy a necesitar para unas cuantas cuestiones de papelerío.
-No, el doctor todavía no lo firmó. ¿A dónde quiere que se lo enviemos? –inquirió la enfermera.
-Despreocúpese, lo vendré a buscar en unos días, cuando no haya más remedio.
-Disculpe Umpiérrez, usted ya no tiene remedio, le recuerdo que está muerto.
-¡Como sea! –refunfuñó el hombre. Y se marchó.

Tuvo la intención de tomar un colectivo, pero los distintos choferes se negaron a llevarlo, con excusas como de que sólo transportaban vivos, de que el colectivo no era un coche fúnebre, de que el convenio les prohibía trasladar cadáveres, etc. y no atendían ninguna de sus peticiones por más que insistiera con tesón, por lo que resolvió irse caminando hasta la Dependencia de Seguridad Social. Cuando cruzaba la zona céntrica, una niña que iba de la mano de quien sería su abuela, mirando al hombre le dijo a ésta:
-¡Mirá abuela! ¡Un muertito!
La abuela se horrorizó
-¡Ahhhh! ¡Un muerto! ¡Ahhh! ¡Llamen a una ambulancia!
-¿Qué pasa señora? –le preguntó un policía que estaba vigilando el orden en la zona.
-¡Un muerto! ¡Un muerto!  -decía la abuela señalando al hombre que proseguía caminando delante de ellos. El policía llamó por handy a la comisaría.
-¡Atención, atención! Tenemos un muerto caminando en Avenida Passo al dos mil cien. ¡Repito! Un muerto caminando en Avenida Passo al dos mil cien. Espero órdenes para proceder.
Otro hombre gritó desaforado:
-¡Ahhh! ¡Un muerto! –y tras decirlo cayó desmayado sobre la acera. El policía inmediatamente volvió a llamar por handy y pidió la asistencia de una ambulancia.
La gente se agolpó en el lugar, deteniendo su andar. Algunos alrededor de Umpiérrez, a quien miraban con una mezcla de horror, asombro y curiosidad, otros alrededor del hombre que se había desmayado. El hombre forcejeó un poco con quienes lo rodeaban, abriéndose paso entre los vivos y se dio a la fuga mientras el agente policial se había avocado a la tarea de despejar a quienes rodeaban al otro, hasta tanto reciba atención médica.

Tras esperar varios números delante, llegó el turno de ser atendido.
-¿Apellido?
-Umpiérrez.
-¿Nombre?
-Ángel.
-¿Edad?
-No, ya no corre.
-¿Cómo dice?
-¡¿No ve que estoy muerto?! –enfatizó el hombre como si la apariencia lo delatara.
-Ah claro, usted es un ángel.
-Disculpe, señorita, pero no tengo tiempo que perder. Uno nunca sabe cuánto durará esta muerte.
-Sinceramente, lo compadezco. Me dan mucha pena los muertos. –dijo la dependiente.
-Compadézcase de los vivos mejor, que con sus frágiles certezas construyen castillos en el aire.
-¿Y la muerte qué certezas le dio a usted?
-Ninguna, o quizá la única certeza valedera. Quién sabe.
-Igualmente acá sin el certificado de defunción no le vamos a poder realizar el trámite. Es un papel necesario e indispensable.
-¿Y no podría hacer una excepción? –sugirió el hombre con una sonrisa que lo confundía entre los vivos.
-Señor, no lo podemos atender como a uno vivo. El reglamento de la institución lo prohíbe. Mande a algún pariente suyo con el certificado y con todo gusto lo atendemos.

El hombre tras despedirse se retiró de la Dependencia y caminó y caminó y caminó, no sin antes sortear diversos obstáculos que detuvieron su marcha, como ser vivos que le querían vender cosas, viejos muertos conocidos que le daban charla de su recordada vida o de su nutrida muerte, otros muertos que le pedían algún consejo o guía para llevar una buena muerte, vivos que lo señalaban como algo a desterrar o a enterrar, vivos que se lo confundían con uno de ellos, muertos que se lo confundían con uno vivo, muertos que mendigaban, vivos que pisoteaban, muertos que aconsejaban, vivos lúcidos que le palmeaban el hombro y lo felicitaban por llevar una serena muerte y otros tantos que, por algún motivo u otro, le impedían llegar temprano a la playa de sus sueños.


¿Tóxica?

 

Las personas tóxicas son facilmente reconocibles. Por ejemplo, si a una de ellas la metés en una bañera, el agua cambia de color y pierde su cualidad de potable; otro ejemplo claro es cuando la persona tóxica entra en un ambiente, el aire se torna irrespirable y todos los allí presentes perecen en el acto ( salvo el agente patógeno incorporado ); otro claro ejemplo es cuando la persona tóxica camina sobre tierra fértil, toda la vegetación se marchita al instante e incluso las personas que directa o indirectamente estén en contacto con ellas pierden técnicamente la vida ( muchos pueden vegetar indefinidamente ).
Por todo esto, se ha creado un código para identificarlas que muchos han difundido con tesón y no tener que pasar a la inmortalidad a causa de su presencia.

Astrónomo

 

Cierta noche, un astrónomo se encontró con un poeta y le recriminó:
-Lo que usted dice es mentira; no hay estrellas impacientes, ni satélites errantes, ni cometas sugerentes, ni planetas comediantes. Hay que hablar con propiedad y cada cosa tiene su nombre para ello. Mientras uno se devana los sesos para una mejor comprensión del cosmos, a otro se le da por reducirlo a un pomposo verso. –proseguía el astrónomo.
El poeta aguardó en silencio el reproche del astrónomo. Cuando éste acabó, le dijo:
-Es cierto, aunque paradójicamente no es menos cierta una poesía que un libro de astronomía. La astronomía se basa en la observación y la nominación, de lo cual la poesía no está exenta ni carece de ellos, sin eludir descripciones. En algún punto ambas coinciden y divergen en sus designaciones, por lo cual a usted le parece tan disímiles, la una de la otra. No obstante, el trabajo del poeta no merma en la lectura de su poesía, así como el del astrónomo no se agota cuando un observador nombra lo mismo que él ha visto y nombrado; ambos no se contraponen, ni se complementan, y hasta podría decirse que sólo son puntos de vista y maneras de hablar, describir e interpretar lo inexplicable. Tenemos ciertos condicionamientos, cada uno en su área, por lo cual a veces hay disrupción en los discursos de uno y otro, lo cual se presta a confusión en algunos casos como el planteado por usted.
-Bien, viéndolo de ese modo, creo que tendré que volver a leer sus poesías desde otro punto de vista. –dijo el astrónomo.
-Hasta luego, buen hombre. –saludó el poeta.
-Hasta luego, señor. –Se despidió el astrónomo.

El poeta se quedó mirando a lo alto, entre los rascacielos, como intentando descifrar con perspicacia el nombre de aquella estrella fugaz que caía delante de su vista, a lo lejos detrás del bosque de eucaliptus.

Urgencia

 

Vicente se había preparado unos mates. Sentado en el comedor, mientras tomaba uno, aparece su hijo con cierta urgencia.
-Viejo, necesito urgente el coche. El Tecla se quebró una pata acá en la canchita y lo tenemos que llevar al hospital. No sabés cómo está.
– Me imagino. Sangre por todos lados y vos encima querés que te largue el auto así nomás. Y todo por un raspón.
– No, viejo. Tiene una quebradura que se le salen todos los huesos de la piel.
– Si, son cosas que pasan. Gajes del oficio, se le dicen. Si jugaba de árbitro esas cosas no le pasan. Aunque por ahí se ligaba un botellazo en la marola.
– Bueno, ¿me prestás el auto o nos llevás vos al hospital?
– ¿Por esa pavada? Vayan caminando, ¿qué serán? Veinte, veinticinco cuadras, así de paso le afloja el hematoma a ese infeliz…
– ¡Qué hematoma! Te digo que se que-bró.
– ¿Si es para tanto por qué no llaman una ambulancia? Los pibes de hoy en día no sé en qué tienen la cabeza… piensan en boludeces. ¿Para qué practicar un deporte de verdad que te podés raspar como ese infeliz del Tecla cuando te podés quedar en tu casa calentito y limpio, apretás dos botones y jugás como si fueras el 9 del Real de Madrid? Hay cosas que no se explican…
– Chau viejo, gracias.
– El diablo sabe por diablo, pero más sabe tu viejo. No por mucho ayudar a Dios se madruga más temprano.

De una habitación sale Ana María, se para frente a un espejo y mientras se peina le habla a su marido.
– Vicente, ¿qué quería el Matías que andaba tan apurado?
– Andá a saber qué quería el borrego ese. Siempre te viene con cuentos. Habrá aprendido de vos.
– ¿De mí?
– Sí, claro que de vos. ¿Te acordás cuando nos vino con la historia esa de que le había robado la gorra a un policía? Pálido estaba de lo asustado que vino.
– Pero era verdad. La gorra la tiene en un cajón. –dice Ana María.
– ¿Qué va a tener ese? Mirá que el policía le va a prestar la gorra al infeliz del Matías…
– ¿Prestar? El Matías se la robó a la gorra. O no te acordás que tuvimos que ir a declarar a la comisaría…
– No creo. Hay cosas que no se explican. ¿O vos pensás que el policía le va a prestar la gorra al Matías? Decime, para qué. ¿Para qué? Tenía una fiesta de esas, ¿cómo se les dice? Jálogüin. Me imagino al Matías disfrazado de policía y me da escalofrío.
– No, viejo, Halloween es otra cosa. –dice Ana María.
– ¿Vos qué sabés? Capaz que hablamos de lo mismo pero con distintas palabras. Tantos años de discusión tirados a la basura. ¿Qué vamos a hacer con tantos años de discusión? Capaz que sacamos algo en limpio. ¿Quién te dice? Vos que le creés todo a ese infeliz del Matías, ¿me querés decir para qué vino recién?
– Pero si yo no lo vi, estuvo hablando con vos.
– ¿Conmigo? –pregunta Vicente confundido.
– Sí, viejo, con vos.
– Cómo te gusta contrariarme…
– Vicente, sacá el auto que me tenés que llevar a lo de Chelita. Me está esperando con unas tortafritas. Dale que después le pido que me dé algunas para vos. Seguro que ya me guardó, sabe que te encantan.
– ¡Uh! La última vez que comí de esas porquerías me indigesté. Me hiciste acordar y ahora me dieron unas arcadas… agghhh
– No, viejo, eso fue con los canelones de la Gladys.
– Agghhh…
– Dale, viejo. Llevame que estoy llegando tarde.
– Pero a vos te parece que con los mates recién preparados tenga que dejar todo para sacar el auto, llevarte hasta lo de esa amiga tuya que, vamos a ser honesto, es una infeliz. No me lo niegues. Te tengo que llevar a lo de esa infeliz y después venís toda angustiada porque no puede seguir viviendo sin ese que tuvo por marido, que extraña y no sé qué más. ¿Para eso querés que saque el auto ahora? Aguantá. En una hora me tengo que ir a buscar unos destornilladores a la ferretería.
– Me están esperando Vicente. –le dice Ana María con cierta impaciencia en sus gestos.
– Que espere. O vos conocés a alguien que se haya muerto por esperar. Capaz que se murió de viejo y esperando, pero la causa no fue la espera misma. Eso te lo discuto a muerte. Paro cardiorespiratorio, en todo caso. Además, tanto apuro para qué, me querés decir. Después venís toda así, ¿cómo se dice? Acongojada. ¿Y todo por qué? Por haber estado tres horas escuchando los lamentos de esa otra infeliz.
– Chau, me voy en taxi. –se despide Ana María.

Vicente se ceba un mate y, luego, lo toma. Se levanta, va hasta donde tiene la radio y sintoniza otra emisora. Calienta un poco el agua de la pava y vuelve a ubicarse en el mismo lugar del comedor. Entre tanto, entra Dani, su hija menor acompañada de una amiga.
– Hola pa.
– Hola chiquita, ¿trajiste visitas a casa? –dice Vicente mientras saluda con un beso a cada una.
– No, pa. Ceci me acompañó hasta casa para ver si la podés llevar hasta la suya. Hoy no hay colectivos por paro de choferes.
– Y no es para menos. ¿A vos te parece poner el lomo todo el día por dos pesos que no te alcanzan ni para pagarte un chegusán? Lo único que falta es que se tengan que pagar el combustible para poder trabajar. ¿En qué cabeza cabe? En la mía seguro que no. No sé cuánto estarán cobrando, pero te digo que igual es poco. Además, te cruzás con un atorrante que no tiene nada mejor que hacer…¿y? ¿Qué hacés? Le tenés que romper la marola con el volante.
– Bueno pa. ¿La llevamos?
– ¿A tu edad sabés cuántos kilómetros caminaba por día? Treinta y dos. Diez para ir a la escuela, diez para volver y doce haciendo los mandados a la vieja. Tu abuela, descansa en paz. Todos los días. Cinco kilos de papas, dos calabazas. Después el pan de lo de don Octavio, la leche del tambo… Y acá tu amiga que no puede caminar ¿cuánto?
– ¡Qué se yo! ¿5 kilómetros?.
– Cinco kilómetros. No me hagás reír que me vas a hacer volcar el mate. Ahora, decime, vos querés que deje todo así, que apague la radio, saque el auto y deje el mate recién hecho para llevar a tu amiga hasta la otra punta con qué excusa más ingenua: el paro de choferes. Contate otra porque con esa no vamos a ningún lado.
– Vamos afuera que te acompaño hasta la esquina Ceci. –le dice Dani a su amiga y se retiran de la casa.

Vicente se levanta con la pava, le agrega agua y la pone al fuego a calentar. Pocos minutos después, vuelve a entrar Dani mientras Vicente está hurgando en la heladera.
– Chiquita, ¿viste donde quedó el salamín que me compré la otra noche?
– No quedó. Se lo terminó el Mati con el Tecla ayer.
– ¡Si serán infelices!

Vicente tomó las llaves del auto y salió urgente de la casa. Dani lo miraba desde la ventana. En eso, ve que su padre deja el auto estacionado frente a la casa, se baja e ingresa a la misma.
– Chiquita, vigilame la pava que dejé sobre el fuego que ahora vengo. Voy hasta la fiambrería.
– Si, pa. –le respondió Dani, mientras reflejaba su expresión declarando por lo bajo: hay cosas que no se explican.

Compraventa

El viejo Cheril se dedicaba a la compraventa, pero no de objetos sino que lo que compraba y vendía era tiempo. En su tienda de compraventa de tiempo, llamada «El reloj», atendía por la mañana donde donde la gente empeñaba horas, días y años, donde los clientes compraban minutos y horas pagando cuantiosas sumas.
A veces le reclamaban por qué pagaba tan poco por el tiempo de la gente y por qué cobraba tanto cada minuto en venta.
Sin embargo, a pesar de lo que consideraban una injusticia sistemática, la gente acudía a El reloj o bien en busca de un poco de tiempo o bien a cambiar mucho tiempo por algo de dinero. Y lo hacían con asiduidad, porque el tiempo y las cuentas apremiaban.
A diario se podía ver la tienda del viejo Cheril llena de gente: por un lado, los acaudalados buscando tiempo, por el otro, los necesitados de efectivo vendiendo tiempo, su tiempo. Y como la existencia era tiempo, muchos compraban un pedacito de ella que otros tantos vendían.
Lo curioso del asunto, vaya uno y los estudiosos a saber por qué, es que el balance de «El reloj» siempre daba cero.

Lo que pensaban las moscas

En un pequeño bar, hay una mosca nadando en una copa de vino. Embriagada, olvidó volar, olvidó reír, olvidó llorar. Y ahora que nada en vino susurra a su bebedor: no me bebas, no me sorbas, libérame, quiero vivir; quiero volar, quiero soñar. Pero el bebedor está más ebrio que la mosca y sin notarla se la bebe de un solo trago junto con el vino.
Ya en el cielo de los insectos, la reciben semejantes y familiares.
-¿Y vos? ¿Cómo moriste? –le preguntan.
-Nadando en vino, me quedé dormida en el estómago de un borracho.
-Tuviste suerte. A mí me echaron flit. –dice otra.
-A mí me aplastaron contra una pared. –acota otra.
-A mí contra una ventana. –dijo otra.
-Bueno, no está tan mal –dice la recién llegada-, aquí nada nos falta, nada nos acecha.
-No creas, estás mal informada. Esto no es el paraíso, ni el edén como muchas pensábamos. Aquí no hay manjares apetitosos, ni podemos volar o rondar sobre los perros, porque no hay.
-¡Mierda!
-No, tampoco hay.