Hará unos 20 años, estábamos con mi viejo y mi hermano, entre mates, goles y charlas, y se me ocurrió decir la frase: “en el futuro, el fútbol se verá sólo por televisión”. Mi pesimismo en ese entonces se basaba en la constante y creciente violencia que se llevaba puestos los espectáculos y acaparaba la atención de los noticieros que, donde se debía hablar de lo deportivo, se hablaba de violencia pura y dura. A esto me retrucaron que se perdería lo lindo de presenciar y participar del mismo en la cancha, en las tribunas, ver el césped desde adentro, el canto de la gente, el olor al choripán, escupir al referí y muchas cosas más que la televisión por más emoción que le narre el relator no otorga.
Ahora que el fútbol –incluso en torneos de competencia inferior gracias a Ticketek- se ve sólo por tv, pandemia inesperada de por medio, pienso que un poco los que vaticinan el futuro tienen una carga de pócima pésima que aventuran todo negro, cuando el abanico de colores que se abre al porvenir es infinito, centrando la atención del oyente en un punto muy oscuro que, como el yin y el yang, siempre ha de haber al menos uno. Por eso no hay que recurrir al tarot, salvo que uno se las vea negras desde el vamos y desea que se lo confirmen.
Fútbol
JUGÁS DE ENGANCHE
El profe Baldeverde pasó corriendo por los pasillos del vestuario local y al doblar en el cruce se topó con el Tronco Benítez que llegaba silbando el himno con el bolso colgando de un hombro. Al verlo desencajado, el Tronco le preguntó qué sucedía, pero el profe se lo sacó con un ademán brusco y enseguida se metió en la sala de la enfermería, justo al lado del vestuario de los árbitros.
El Tronco imaginó que al llegar al vestuario se encontraría con un panorama revelador y al abrir la puerta estaba José Luchard, el técnico del campeón, agarrándose la cabeza y puteando al aire de lo lindo. Sobre un banco, agachado, lleno de vómito sobre el jean y las zapatillas, cantando un spot de Quilmes lo vio al Peluca Moratín, líder, capitán y enganche del equipo aurivioleta. Pascualito, el utilero, había dejado el bolso con las camisetas sobre la camilla y con un lampazo con ahínco limpiaba el piso y el hedor que había dejado el vómito.
-¡Peluca y la puta que te parió!-gritaba desaforado José Luchard- ¡Me cago en vos y en la madre que te parió!
En bancos opuestos observó a otros jugadores que charlaban entre sí, risas de por medio que los hacían distender un poco de la tensión de la situación.
-¡Correte, Tronco! ¡Otra vez en el medio! –le recriminó desde atrás el profe Baldeverde que pugnaba por ingresar al vestuario.
-¡¿Qué conseguiste?! –le preguntó José Luchard expectante.
-¡No hay un carajo! Dos curitas y algodón es todo lo que hay.
-¡Pero me cago en la puta madre! –exclamó Luchard dándole un puntapié a un bidón vacío- Este Peluca me tiene podrido. Sacámelo de acá.-El técnico había dado un giro de ciento ochenta grados en su actitud.
-¿A dónde lo llevo? –le preguntó el profe contrariado.
-Problema tuyo, acá no lo quiero ni ver.
Los demás jugadores del auri seguían entrando al vestuario y procedían a enterarse de lo acontecido, o buscaban algún lugar para empezar a cambiarse. Afuera empezaban a escucharse cánticos y algún redoblante. El profe se cargó al Peluca de un hombro con un esfuerzo descomunal y salieron por la puerta del vestuario. El Tronco seguía impertérrito observando todo desde donde estaba cuando vio que se le acercó Jose Luchard quien al mirarlo de frente le dijo con firmeza:
-Tronco, hoy jugás de enganche.
Al Tronco le dio una sensación de pánico mezclada con ilusión, que se vivificó en un cosquilleo eléctrico en el estómago. “El Tronco Benítez, tronco como pocos, picapiedras con maza de goma usando la diez”. Los sueños y los deseos tienen esa pizca azarosa que hace que se fusionen con la realidad cuando uno menos se lo espera, pero el Tronco, sin fundamentos lo había deseado durante años que sólo lo había podido ver cristalizado en sueños. Limpió el banco que había dejado vacante el Peluca, con trapo y detergente, y se sentó a ponerse las vendas. El Tronco seguía imaginando, y en ésta ocasión tiraba caños, lejos de su habitual desempeño –en entrenamientos, porque hacía tiempo que no pisaba el césped en un partido oficial- en el que la peleaba con sus escasas virtudes y su lentitud para moverse. Al lado suyo estaba Ramón Alvarete, el arquero que tapó el penal que le daría la clasificación a los playoffs que luego desembocaría en el campeonato.

-Confío en vos Tronco. Sé que podés darnos mucho.
-¡Siempre lo mismo el Peluca, eh! –le dijo el Tronco para disimular el rubor que corría por sus mejillas.
-¡Es un pelotudo! Ponerse en pedo en una semifinal… Pero no te calentés, Tronco, hoy la vas a romper.
-Partido difícil hoy che… -desviaba la atención el Tronco.
-Hoy, Tronco, no corrás al pedo. Parate y pensá, ¡pensá! Tocá y hacé jugar al equipo.
El Tronco Benítez empezaba a sentir la presión sobre sus hombros, traducido en nervios que le dificultaban ponerse las medias. Se calzó los botines y se acopló a la fila de jugadores que salían del vestuario. José Luchard lo miró pasar haciéndole un gesto afirmativo con la cabeza, sentando confianza. A su lado, Pascualito le sonreía y le dio una palmada en la espalda.
-¡Vamos Tronco! –lo animó.
Enfilaron para debajo de la tribuna, donde ya se escuchaban cantos cada vez más rotundos, a hacer el calentamiento previo. Los cortos violeta con el número diez llamó la atención del periodista de radio que cubría las acciones del campo de juego. El relator de la radio, notificado de la situación, se sorprendió antes de que entren a la cancha, “…el equipo donde la bruja Sanabria vistió esa casaca…se le fue la mano al técnico, roza lo burdo, ¡es una falta de respeto! Está bien que el Tronco es un buen tipo, muy querido en el plantel, te diría que es casi el amuleto de la suerte, pero ponerlo de enganche en una semifinal no se le ocurriría ni al peor guionista de un film. No te da un pase limpio ni gambetea. Hace tres años que no juega 15 minutos seguidos. Lo digo previo al partido porque después vienen los reproches: Luchard, en esta la cagaste”.
El altoparlante anunciaba la formación de los equipos. Cuando con la diez lo nombran al Tronco Benítez hubo conmoción, risas y hasta algún tibio coro en la tribuna. El dirigente Santana, con su campera de cuero cubriendo sus kilos, con sus pelos blancos a tono con la barba, sintió correr el sudor por su frente. Esto es una broma, pensó. El sentido del humor nos impregna de alegrías hasta en los momentos de zozobra. Salieron al campo de juego los árbitros, el elenco visitante que iba de punto y ahí nomás apareció el buzo verde de Ramón con la cinta de capitán en el brazo izquierdo y todo el colorido aurivioleta que daban las camisetas atrás. La última que vio el público fue la diez del Tronco, antes de que la lluvia de papelitos y las cortinas de humo les taparan la visión.
El partido daba comienzo y el Tronco tiene la pelota, se le vienen dos encima cuando la está por pisar y con un taco hacia delante se los saca a trote lento, y mete un bochazo limpio que deja mano a mano al nueve contra el arquero, definiendo con un remate fuerte a la derecha. La tribuna casi se viene abajo y el coro de “Olé olé olé olé, Tronco, Tronco” empezó a despegar, pero unas campanas le pusieron un freno a la imaginación del Tronco: son las de la iglesia a dos cuadras que llaman a sus feligreses. El Tronco parado en la puerta del vestuario se quedó escuchando el canto de un ave posado sobre la ventana. Todavía no había clima de partido, faltaba que lleguen los muchachos. José Luchard se le acercó al Tronco, lo miró de frente y le dijo:
-Tronco, hoy te quedás afuera.
Se despidió, dio media vuelta y se fue caminando por el pasillo. Desde el vestuario de árbitros, los jueces escuchaban el silbido del himno.
Curiosidades del fulbo
Los laureles se los lleva el hincha, los trofeos quedan en la vitrina.
El hincha tiende a ser como el futbolista, pero no cualquiera, sino Cuadrado.
En cambio, el futbolista le da a la redonda como los dioses del Olimpo.
Olimpo juega a las copas, Redondo tenés los pies.
Cristiano ateo tiene un dios aparte que lo idolatra y a Teófilo Cubillas lo apartaron en el relato desde que colgó los botines, quedando en cuclillas.
Aparte, el relator exagera y mete palabras rimbombantes con aire intelectual que al espectador lo hacen soñar.
Y como sueños nunca faltan, lo mejor es dormirse en los laureles.

Una estrella en las tribunas
El relator vociferaba sobre el micrófono, pegado al vidrio de la cabina, en un grito de gol desaforado hasta quedarse casi afónico, con la tribuna enloquecida y los jugadores armando una pirámide humana sobre el banderín del córner, atravesados por los flashes de mil celulares que grabarían la imagen desde infinitos ángulos.
-¡Pavoroso! ¡Inenarrable! -aclamaba el relator desencajado.
Decenas de serpentinas volaban por el aire. Se agitaban las banderas en las tribunas. Había lágrimas y sonrisas entre el griterío eufórico. Los jugadores se iban reincorporando, saliendo uno a uno de la masa homogénea que sepultaban al crack.
-¿De qué planeta te escapaste?-proseguía envalentonado el relator.
El crack se acercó a las plateas donde habían televisores.
-¿Qué dijo? -le preguntó juntando los dedos de la mano derecha a un fanático que no escuchaba por el griterío. Algunos lo seguían envolviendo en abrazos.
Hacía gestos con las palmas hacia abajo para que la gente se calmara. El referí estaba a punto de reanudar las acciones del juego pero el crack le dijo que esperara un poco, y aquél le preguntaba qué pasaba.
La gente en las tribunas un poco se desconcertó, preguntándose unos a otros qué ocurría.
-¿Qué dijo? -volvió a preguntar el crack a un plateísta que le hacía gestos señalando la oreja de no haber escuchado.
Caminó hasta la tribuna lateral y comenzó a subir las escaleras. La gente enmudeció. Todas las miradas convergían en él, en el ascenso tranquilo hacia lo más alto del estadio. Alguno que otro intentó detenerlo, preguntarle qué pasaba, pero él seguia su marcha, hasta que llegó a las cabinas de transmisión.
El relator empalideció cuando el crack le golpeó la ventanilla.
-¡Maestro! -lo saludó el relator titubeante, vacilando.
-¿Qué dijiste? -le endilgó el crack.
Los murmullos le daban suspenso a la situación, una intriga al acontecimiento como un offside dudoso que espera resolución del var.
-Este…ummm…puede ser, ¿de qué planeta te escapaste, fenómeno?
El crack giró la cabeza echando un vistazo a las tribunas, con la gente expectante. Lo miró fijo al relator y le respondió:
-Del pabellón cuarto, en la prisión Floreal Camp, región septentrional de Neptuno. ¿Por?
Silencio stampa. Nadie se atrevió a decirle algo, después de todo estaba entre los mejores de la historia futbolística. Su figura en las tribunas se agigantó. Algunos miraban las estrellas de la noche.
El relator se puso rojo, después su rostro se tornó violáceo, hasta que decantó en un verde pálido de cementerio. El crack dio media vuelta y bajó por las escaleras a un trote lento.
La gente comenzó a corear su nombre. El referí tocó el silbato mientras todos se acomodaban en sus puestos. Le hizo un gesto con el pulgar para confirmar que todo estuviera en orden. El crack asintió con la cabeza. Miró a los jueces de línea y con el brazo extendido, dijo:
-¡Juegue!
El crack
Pinceladas sobre «Pasta de campeón ( la verdadera historia)», un relato de Martín Díaz.
En verano, el sol parte la tierra en dos. Sobre la parte en la que pisan los gentíos, queda una pendiente que hace que los autos desciendan a los balnearios y sus ocupantes caigan con ánimo festivo sobre las aguas que otra vez los devuelven a la orilla, pero éstos en una insistencia pueril intentan doblegar la fuerza de la inmensidad que los refresca y le hace olvidar todo lo demás, y la escena se repite hasta el cansancio de aquellos o hasta que son tragados por la otra. De un modo u otro, indefectiblemente vence el mar. Del otro lado de la tierra, los días en el barrio son largos, y el fútbol se juega de la mañana a la noche. Dependiendo la cantidad de los partícipes, si son dos, el juego es un arco a arco. Si de repente aparecen un par más, se juega un veinticinco o se corta la calle con dos ladrillos en una punta y dos camisetas en la otra armándose un picado. En éstos casos la jugada se invalida cada tanto al grito de ¡Bici! o cuando algún conductor en su auto considera que su lugar en el mundo fue un error del destino y se dispone a cruzar el abismo que lo acerque al océano y lo aleje del estupor. Pero a las tres de la tarde, siempre ( pero siempre ) estaba ahí en el parque. Un muchacho alto, con no muy buena forma física, de zapatillas negras, las medias blancas hasta las rodillas, un pantalón largo cortado sobre las rodillas, de chomba de vestir un poco gastada por los años y un gorro de lana bicolor que le tapaba los rulos. Cada tanto pasaba algún transeúnte que no sabía de qué lado de la tierra le tocaba vivir, y al atravesar la cancha su desconcierto crecía, pues la misma cruzaba todos los juegos –como hamacas, toboganes, calesitas e incluso algún monumento- que eran un obstáculo más dentro del mismo partido. Los arcos, desde ya, no tenían travesaño, lo que disparaba peleas interminables para determinar los goles; a veces algunos se iban a las manos, pero enseguida la redonda volvía a rodar y todo se olvidaba rápidamente. Como árbitro no había, cada quien cobraba lo que cobraba y todos estaban de acuerdo con esta reglamentación natural del juego, la cual le daba más respetabilidad y dinamismo a cada encuentro. Éste muchacho era descendiente de tano y, como tal, un tanto fanfarrón, pero de corazón criollo, que cualquiera con un poco de sensibilidad la vislumbraba en el brillo de sus ojos claros o en la rispidez de su sonrisa. A veces, cansado, se sentaba a mirar el partido que raramente se detenía y lo veías tomando un poco de agua desde atrás del arquero. La diferencia entre los pibes de los clubes y acá en el parque es el estado físico. Pero acá, vienen de todas partes y se comen goleadas y apenas si la ven pasar. El otro día vinieron tres de Carasucias y no la vieron ni cuadrada. ¿Sabés qué pasa? El fútbol es un juego de vivos, acá no hay categorías, puede jugar tanto un nene como un veterano, y el instinto con la pelota se desarrolla como un embrión sin que nadie le enseñe cómo tiene que crecer y los que juegan acá escuchan hablar de escuelas futbolísticas y si no les dan el cargo de director o alguno superior no quieren saber nada. Acá el partido termina cuando ya no queda luz, si es que no se cansaron todos antes y ya no quieren jugar. Y si bien, el encuentro de cada día hace olvidar el resultado del día anterior, ganar lo es todo. El gordo, que en el parque juega de local, tira paredes con el tobogán, usa los árboles como cortina y busca la devolución con un mástil, es crack. Pisa la pelota y mete un caño de taco para pasarlo por arriba cuando el defensor queda desparramado por el piso y define con un toque suave que ni el mejor arquero adivina. Cada tanto pasa entre dos al feroz grito de ¡Ole! y esos se quedan masticando bronca mirando cómo se la cucharea al arquero. O amaga para un lado y sale para el otro, y el defensor parece un molinete de metegol que no sabe dónde está la pelota. Si nadie sabe lo que es la felicidad lo puede ver jugar al gordo y dar cuenta de que no sólo existe, sino que es posible encontrarla en vida. Algunos dicen que si no estuviera gordo jugaría en otro lado. Pero si está gordo es porque respira fútbol al levantarse, come fútbol todos los días, e incluso se le va la mano con el postre, que también es fútbol. Cuando el partido termina él no se entera de los elogios que le propinan los demás porque al caer el sol empiezan a fabricar y hay que aprovechar la temporada estival. ¿Sabés cuántos jugadores salieron del parque que después llegaron a jugar en primera? ¡Un montón! Y ni te imaginás las de veces que me quisieron llevar a mí. Pero no. Los clubes son una mentira. ¡Se la pasan corriendo! pensando horas qué van a hacer cuando llegue el partido y si le tirás una pelota no saben ni para qué sirve. ¡No se divierten nunca! Para colmo, si no tenés algún arreglo, con suerte, comés banco todos los sábados y a la redonda recién la mirás por la tele, con nostalgia. Lo mío es acá. Todos saben que tengo pasta de campeón, a mí nadie me la va a contar. El fútbol es esto papá, es picardía, viveza, no es para cualquiera, y si querés jugar vení al parque a las tres que ahí siempre te voy a esperar.
Esto es fútbol
Bombos, redoblantes y banderas; papelitos, humo y escalones; goles, globos, choripanes; lluvia, serpentinas y colores. El fútbol tiene muchos ingredientes que le dan un colorido atractivo incluso en aquellos días grises en que, de no ser por el rodar del balón, uno tendría otros planes, seguramente bajo techo.
La voz del estadio anuncia las formaciones de los equipos. Se escuchan aplausos, principalmente cuando nombran al capitán, el Rodo Herminio, y al goleador del equipo y de la Liga, el Toro Moral. Los silbidos se concentran en el árbitro que impartirá justicia, el cabildense Hambruna, silbidos que se prolongan con su salida a la cancha, solamente interrumpidos para masticar hamburguesas, paradójicamente.
Algunos se empiezan a preocupar porque la lluvia ha anegado las adyacencias al estadio y han tenido que dejar el auto bastante lejos del mismo, caminando las restantes cuadras con un paraguas que les cubre la cabeza pero no impide que se embarren los zapatos, preguntándose si el partido se podrá jugar con semejante torrencial. Al llegar, alguno le anuncia con alegría: ¡se juega, se juega! Observan varias pequeñas lagunas sobre el césped que imposibilitarán que la pelota ruede por allí, por lo que habrá que cucharearla. Los charcos favorecen a los más brutos que patean todo lo que se interponga en su camino.
Pepe Crap llegó sobre la hora de comienzo porque no se quería mojar. Había escuchado en la radio que el partido se jugaba y ese momento único, el de ir a la cancha una vez en la semana, había llegado con lluvias que amenazaban con suspenderlo y postergar la descarga de tensiones que se daban durante la semana, el ajetreo, el trabajo y la familia. La cancha, el fin de semana, cumplía funciones terapéuticas, al menos para Pepe, como para otros lo hacía el hecho de ir a misa o al supermercado.
Al subir a la tribuna se encontró con los mismos de siempre: compañeros de laburo, amigos de la vida y rivales del torneo de bochas. Faltaban unos cuantos que la lluvia había acobardado, pero muchos no se amilanaban y le hacían frente al torrente de agua que no cesaba y copiosamente seguía mojando las capuchas. Saludó a algunos con la mano, a los más queridos con un beso o un abrazo, y se acomodó en el medio de ese grupo de compinches, justo debajo de Carlucho Pérez Mork y Fabián Cresta, amistad que compartían desde la secundaria cursada en el antiguo Colegio Nacional, cuya edificación hoy no existe como tal en la céntrica calle Roca.
El partido dio comienzo a horario, aunque muchos dudaban de si podría terminar, al menos durante esa jornada tormentosa. Se jugaba sin hinchas visitantes y con el colorido habitual que el grisáceo día no había podido opacar. Ni bien comenzó a rodar la redonda, los jugadores de ambos equipos se deslizaban por el césped ante la menor disputa. El juez de línea que custodiaba las acciones bajo la tribuna oficial resbaló en el primer offside y fue a parar a un charco desatando las consecuentes risas. Dos chiquilines jugaban cerca del alambrado ante la mirada dispersa de su madre con una pelota que parecía un globo, de no ser por el barro que le otorgaba mayor peso.
Las acciones de juego eran estéticamente grotescas pero a los que se habían animado a ir a la cancha no le importaba: esto es fútbol, también. El barro, los charcos, las camisetas que pesan dos toneladas, la lluvia que no te deja ver, son obstáculos naturales que le otorgan al juego una motivación extra, la de superación de las adversidades.
El fútbol con lluvia es una picardía, como lo es tener que suspenderlo por mal tiempo, por lo que resulta un dilema que seguramente dejará disconformes a unos cuantos, tanto si se juega como si no. Y si se juega, hay que ser pícaro.
El partido que se jugaba mantenía expectantes a todos los que habían asistido e incluso a los que se habían quedado a escucharlo por radio, confortablemente en la comodidad seca del hogar. La lluvia, que no cesaba, había mermado su intensidad después de los primeros veinte minutos y parecía por ese entonces una garúa finita.
Justamente, la jugada que definiría el encuentro llegó promediando el primer tiempo. Centro llovido al punto penal, el Toro Moral peinó al segundo palo y el arquero que se estira pero no llega a sacarla. Pepe Crap se abrazó con Carlucho en el festejo y cuando giró la cabeza recibió el bombazo de lleno en el rostro de uno de los chiquilines que jugaban debajo. A Pepe lo atajaron entre dos para que no caiga sobre los escalones. Le costó reincorporarse y entender qué le había sucedido, desde dónde había recibido aquél impacto que le había dejado la cara llena de barro y una confusión que le hizo replantearse la idea de permanecer a la intemperie. Luego, miró a los chiquilines con algo de rabia, pero supo entender que son cosas del fútbol, que incluso habían causado gracia y carcajadas entre sus amigos.
El partido prosiguió sin mayores atractivos que algunas llegadas al arco en contraataques lentos por el estado de la cancha. Cada tanto, Pepe Crap le lanzaba una mirada furiosa a los chiquilines que seguían, incansables, haciendo de las suyas con la pelota embarrada. Después parecía olvidarlo, pero el ardor en la cara le duró hasta que llegó a su casa y se dio una ducha caliente, por lo que lo recordaba a intervalos irregulares o cuando los chiquilines gritaban gol en su juego.
El pitazo final llegó al tiempo que la madre de los chiquilines los tomaba de la mano a cada uno y se los llevó rápidamente del estadio en una huida que se llevó el pensamiento más venéreo de Pepe Crap que masculló entre dientes pero no soltó de su boca: ¡pendejo y la puta que te parió!
Los tres puntos quedaron para el equipo local, que saludó a su gente cuando la lluvia ya no se sentía. La bronca de Pepe se había disipado.
Él sabe que el resultado muchas veces tapa todo. Y esto es fútbol también.
Olor a gol
Basado en “El veterano”, relato de Martín Díaz, quien conserva los derechos de autor
El olor a átomo impregnaba todo el ambiente familiar y era impresionante cómo le despertaba los sentidos. Temprano, ya antes de despertar, había empezado con la ceremonia de los sábados. Le había dicho a la gorda que cocine unas pastas para estar liviano a la hora del partido. Su amabilidad y benevolencia potenciadas ese día pasaban desapercibidos en su ritual de entrar en partido mucho antes que el rival pise la cancha. Enrolló las vendas, preparó las canilleras, estiró las medias y el pantalón de fútbol… y cuando abre ese húmedo ropero para sacar el par de botines le da la sensación que tiene en sus manos la joya más preciada. Cada noche con la bruja, la cena en familia, el café matinal de cada lunes antes de la semana laboral, la cervecita y picada con los muchachos del miércoles, el asueto del viernes en el trabajo, los domingos con el viejo viendo el partido por la tele, todos son sueños lejanos, muy lejanos o borrosos y se olvidan en la yema de sus dedos. ¡Cuánta ilusión en un pedazo de cuero! Las vendas giran sobre los pies casi al compás de las agujas del reloj, pero mientras las medias y el pantalón lo visten él aprovecha la libertad de vuelo del pensamiento y ya está pensando la próxima jugada que hará. Los botines en sus pies le piden que ate fuerte los cordones y el reloj en la pared le dice que es la hora de partir hacia la cancha. La ansiedad lo invade y un cosquilleo en el estómago no pasa inadvertido. Qué deporte visceral, si los hay. Llegó el momento, lo sabe, ahora no puede dudar. De la casa hasta la cancha hay una cuadra de distancia. Rodeada de altos y frondosos árboles, las redes ya están colocadas y preparadas para asistir a los arqueros cuando su estirada sea insuficiente, las líneas están bien pintadas por lo que hoy no habrá discusiones estériles con el arbitraje. ¡Ahí está! El lugar más sagrado del mundo, un monumento a la vida: la cancha de mi barrio. La querida Juventud Unida, donde tantas glorias jugaron, como el Colo Vidal, fullback impasable por ningún frente, el Quelito Almada, el wing izquierdo más rápido de la pampa, el Lungo Cárdenas, centrofowar de esos que no ves en ningún lado y muchos otros que después los venían a buscar los clubes de la liga o alguno de afuera para jugar un regional, con decirte que hasta mi viejo hizo incontables goles en ese arco, aquél donde está esa casita rústica y mal pintada. Pero incontables porque en ese tiempo nadie llevaba la cuenta y hasta les daba un poco de vergüenza repasarlos verbalmente, las estadísticas vinieron mucho después para enmarañar el deporte y llevarse una buena tajada mercantil. Sin embargo, él no se los acuerda, se le presenta de vez en cuando el instante en que tiró la pelota por arriba del travesaño con el arco vacío. Las cosas que se presentan por única vez en vida son las que más se quedan grabadas en el registro memorial. Las que te sacan del abombamiento, como el fútbol de los sábados, como ese sánguche de mortadela que esperaba junto al mate cocido después del partido que nunca llegó por una derrota que puso en tela de juicio la actitud del equipo dentro del campo de juego. El grupo ya está reunido y el Pelado está dando indicaciones. Me miran y me dicen: ¡Apurate, Tinchín! La puta madre, hay que firmar la planilla. Es un trámite que no me distrae pero me jode un poco la burocracia en este deporte. Mientras estoy en la fila para estampar la firma escucho algunos consejos del entrenador: ¡Vos no te compliqués! ¡Reventala para arriba nomás! Que se vaya a cagar, quién me dice lo que voy a hacer en la cancha. Me tiran la camiseta y me la coloco. En la panza queda un poco estirada. Entro a la cancha con la pierna derecha dando saltitos y haciendo la señal de la cruz con la mano sobre el torso. Acá no falta nada. Está todo listo, es el momento sublime para el que pisa el césped. El partido va a empezar, entre algunos se miran, dan la orden y arranca. Detrás de la línea de cal lo veo a mi pibe, ¿ está nervioso o ya siente el perfume del gol? El Pelado cambia de frente y Pancho me la tira larga. Como lateral con proyección que soy, arranco con todo y siento el puntazo que me sacude el muslo.
Fulbito
Como el avestruz
este simpático monito
esconde su testuz
adentro del fulbito,
se olvida sus problemas
el peso de sus penas
y sueña con estrellas
del Barsa o de Marsella
no es que sea desdichado
no pagó el codificado.
La gran barata
Entra un equipo de rugby a un minimercado, todos recontrasudados, con barro hasta en las orejas, pero, no obstante, los tipos muy educados.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
El empleado asintió con la cabeza, un poco sorprendido por la mala fama que tenían estos deportistas y máxime cuando salían en grupo. Uno de ellos, que parecía ser el capitán, tomó la palabra y preguntó por el precio de la hambuerguesa, que lucían a la vista ya preparadas para comer.
-100 pesos. -dijo el empleado.
Los rugbiers se miraron entre ellos.
-Es cara.
-Es cara.
-Es cara. -dijeron los quince.
El capitán preguntó por el precio de la cerveza, precisamente la lata de Heinekken de medio litro.
-90 pesos. -respondió el empleado.
Los rugbiers, con una tranquilidad propia de golfistas, se miraron entre ellos y dijeron uno tras otro:
-Es cara.
-Es cara.
-Es cara.
El capitán, inmutable, volvió a tomar la palabra, esta vez para preguntar por el precio de la picada, cuyas bandejas se observaban detrás del vidrio de una heladera exhibidora.
-150 pesos -dijo el empleado impertérrito.
Los rugbiers, cuyo sudor no cesaba de gotear el mosaico del local, se volvieron a mirar entre ellos y uno a uno dijeron:
-Es cara.
-Es cara.
-Es cara.
El empleado los miraba detrás del mostrador y, cuando los vio girar y creyó que se iban, los rugbiers tomaron posiciones de frente como en su mejor scrumm con un grave y sostenido grito de guerra:
-¡¡¡¡Escaramuza!!!!!!!!!!
Arrasaron con hamburguesas, picadas y latas de Heinekken, cayendo otros productos a su paso cual huracán, mientras el empleado, acurrucado en un rincón, debajo de un mostrador veía pasar al capitán, en la cola de los alegres rugbiers, con una tira de salamines colgando del cuello a título de medalla.
Alto rendimiento
Cuando practicaba deportes, mi mayor bronca pasaba cuando, en juegos de equipo, no era partícipe de los errores. Pensaba y daba vueltas al asunto… por qué tenía que jugar con semejantes chotos?? No me podría haber tocado jugar en un equipo con jugadores un poco, y digo un poco, màs decorosos? Qué malos que eran! Encima se creían el Barsa!En fin, mi apreciación como jugador estaba tan alta que pensé muy seriamente en llevar mis apetencias atléticas a practicar un deporte en el que no tenga que depender de otros para los resultados. Así fue que me volqué al tenis. Jugaba solo, dependía de mi rendimiento y no podía culpar a nadie si las cosas no resultaban. Me tenía mucha fe, básicamente por la destreza que mostraba sobre el césped, la inclinación natural que tenía para los deportes aeróbicos y la alta competencia y el buen estado físico y de salud que ostentaba. El torneo fue maravilloso: bien organizado, con jugadores de alto nivel y gran afluencia de público. Se extendió a lo largo del año y jugué todos los fines de semana. Al finalizar la temporada, más allá del goce natural por la participación en tan magno deporte y quedar último cómodo habiendo ganado un sólo game en todo el año , resolví volver a jugar con mis antiguos compañeros del fulbito de los domingos. Qué se yo… son buenos pibes y tan mal no la pasábamos. Quizá haya algo de cierto en eso que una vez el Tortu me dijo: el choto sos vos.
Nueve de área
El número es sólo un dibujo
lo importante es la función
nunca necesito de brujos
en el área soy sensación.
Cabeceo con los ojos abiertos
de frente o los dos parietales
de pique o al palo descubierto
si van al ángulo son letales.
Tengo olfato de goleador
no en vano soy delantero
gambeteo a cualquier defensor
en carrera esquivo al arquero.
Le doy de diestra o de zurda
la toco suave al lado del palo
o a rastrón ante la estirada,
si el arquero tiene un día malo,
se durmió o está medio en curda
se la tiro de emboquillada.
Los tiros libres son todos goles
al primer palo más que seguro
la barrera es sólo una sombra
en los flashes a la redonda
a los fotógrafos les doy laburo
y los camarógrafos aman sus roles.
Si por arriba me la tiran
la bajo de pecho y defino
con mis remates los fulmino
y los hinchas conmigo deliran.
Tiro caños, corro y la piso
y no paro aunque tenga sed,
algunos me dicen morfón
porque pocas veces la paso
y si la doy, tiro una pared
buscando la devolución.
Lo difícil lo hago sencillo
meto el taco, dalo por hecho
si viene de aire, como soy pillo
entonces la empujo de pecho.
Si en el área tengo el balón
el griterío se hace silencio
llego hasta la línea de meta
( esto es otro golazo, sentencio )
la empujo de palomita
y la gente llora de emoción.
En los penales rindo la tesis
y al arquero lo dejo manco.
Pero todo esto es hipótesis
porque siempre como banco.
Entretiempo en la fantasía
En el universo paralelo suceden cosas tanto ordinarias como oníricas, frecuentes como insólitas. Por ejemplo, cuenta Galeano en su último libro publicado allí que uno de los primeros acontecimientos que presenció fue el partido entre Apóstoles de Belén vs. Fariseos Siglo Cambalache, que culminó tres a tres. Pero lo que más llamó la atención a la curiosidad del escritor, fue lo que sucedió antes de comenzar el segundo tiempo, cuando un espectador atravesó toda la cancha con una soga al cuello y la lengua afuera para correr a abrazar al técnico de los primeros. Eduardo estaba sentado justo atrás del banco de suplentes y pudo escuchar aquél breve diálogo:
-¡Maestro! ¿Me hace un lugar en el equipo?
-Lo siento Judas, ya tengo los once.