El quehacer literario

«Estoy» fue la primera verdad que el hombre pudo tipear en la computadora. Pero ya no supo cómo seguir. Le rondaban mil ideas que una a una o en manada iba desechando. Algunas por complejas, otras por triviales, otras por considerarlas demasiado estúpidas. Otras las descartaba por simplistas, otras por biográficas y otras por perniciosas para un posible lector. Sintió que no tenía nada que decir, pero la voluntad es una camino de tránsito lento y pesado, por lo que si quería ver frutos tenía que ponerse manos a la obra. El que quiera celeste que le cueste. De a ratos se imaginaba a un erudito detrás de la nuca adivinándole sus próximas palabras y sentía escalofríos, pero en otros instantes fugaces se figuraba a otra persona, de sensibilidad indefinida, leyendo su quehacer. Pensó. Buscó en su historia personal, en la historia colectiva, en la historia universal. Nada para contar, nada nuevo que narrar, todo era viejo, como el antiguo mundo que a sus ojos había perdido su encanto, la magia creadora cegada en la técnica de la persuasión. Sus dedos se tensaban en la inquietud, su vista llena de incordio miraba en derredor: el escritorio, la pantalla cuasi vacía, la taza de café frío, la ventana que daba a un viejo pasillo lleno de moho. Las ideas proliferaban en su mente, pero el hombre las dejaba discurrir, no las atrapaba como a mariposas cuando niño. Pasaban ante su vista, algunas con tanto vigor que le resultaba arduo no transcribirlas. Seguía buscando por dónde continuar, qué camino tomar, hacia donde virar. Una palabra es una bisagra y la escritura una potencialidad. «Más solo que la peste» transcurrió como una gaviota que ronda su almuerzo en la orilla del mar. Desechando lo banal, se quedó sin profundidad. Ardiendo de rabia tipeó palabras ilegibles, renglones tras renglones, completando páginas y páginas en una catarata verboide, que el corrector en seguida le subrayó todas en rojo. Sintió alivio. Al final del texto, sereno, agregó un post scriptum: «sin embargo es una de las pocas cosas que puedo afirmar sin culpa ni temor». Lo guardó y resolvió dejar reposar el texto, digamos, unos tres meses, a ver cómo envejecía.

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